Las heridas del alma

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Con el sol y el aire las heridas de la piel al final secan y sanan. Aunque dejen feas cicatrices. Pero, las del alma se adhieren a los recuerdos de sus causas y ni siquiera con quirúrgica y falsa belleza desaparecerán. Perdurarán ahí adentro lacerando con ese ardor perenne que producen las intenciones fallidas. Estas quedarán, por siempre, indelebles, castigando la memoria, recordando los errores, hostigando los desaciertos, rotulando el destino trágico de la vida. Síndrome este que venía carcomiendo a Olegario Arturo. Amargo padecer reactivado con inusitada voracidad, con avanzada e inexorable mordacidad desde la intempestiva desaparición de Magnolia. Intenso sufrimiento ahora ahondado, recalcitrante, con la muerte repentina, en aquellas tan lamentables circunstancias, tan a destiempo, de su abuela Alcira.

Su amada abuela materna se fue sin que él le hubiera podido cumplir su promesa secreta, a nadie, ni a ella, jamás comentada. Sus buenos propósitos en relación con lo que, según él, aquella viejita se merecería y tenía más que ganado y justificado... y que él se lo iba a propiciar. Lo juró en silencio, alguna vez, frente al desolador paisaje social y económico de su abuela. ¡Dos golpes letales más a su ya maltrecho corazón y frágil dominio, y en menos de seis meses!

Olegario Arturo lo tenía claro: A su abuela, antes de que se muriera, y a pesar de todo, alguien le tendría que ofrendar, en esa etapa precaria de su maltratada vida, el bienestar físico y moral que le fue, siempre, además de ignominiosamente vulnerado, negado... ¡y tan esquivo! Ese alguien era él. Por ello trabajó sin descanso, sin decírselo a nadie y desde antes de que la internaran en el ancianato aquel. Este otro callado propósito tampoco lo alcanzó a cosechar, por ende, ni a ofrecérselo a su abuela. Se le constituyó en una más de sus metas dolidas y truncadas. En la más sentida de sus derrotas morales. En otro de sus fracasos innumerables, secretos y estruendosos. Causas irritantes directas de sus rabias intestinas y enfermizas como represadas iras, contra sí mismo y, desde luego, contra supuestos, por concretar, por establecer: ¡responsables!... a quienes instaría, una vez los identificara con certeza, tal vez, a hacerles pagar por ello.

Por tal razón, y desde marzo de 2007, antes de la muerte de Alcira, comenzó a tramar en lo más oscuro de su mente conmovida, así como a actuar de forma tenue en ese sentido, con relación a la venganza contra los culpables, directos e indirectos, de su contradictorio albur... ¡suyo y de su familia! Contra aquellos quienes, con sus decisiones o intereses, por acción u omisión, desde lo más alto del Gobierno, o desde el Congreso, o desde cualquiera otra instancia pública o privada, concebía y argumentaba desde la atormentada cárcel de sus frustraciones, se hubieran confabulado, hubieran intervenido o actuado para causarle daño, afectándolo e impidiéndole cumplir sus objetivos. Comenzaría su industria vindicativa, seguía elucubrando, con la identificación y posterior ejecución ejemplar de los cabecillas. Con aquellos que mayor responsabilidad directa tuvieran en la construcción y gestión de sus mayores fracasos en el plano económico, laboral, social y político. Hasta, incluso, familiar y afectivo.

Desde marzo de 2007 Olegario Arturo cambió y refinó sus planes de una muerte técnica y exclusiva para él. Concibió una táctica intrincada: lo haría mediante una acción masiva, refinada y arteramente programada. Se incubó en su mente febril que lo haría de tal forma que acabaría con su vida y la de todos, o por lo menos, la mayoría de los principales responsables de sus tristezas y angustias privadas. De esa forma, él, al morir como una víctima más de una de aquellas acciones: la postrera, le dejaría a su madre, esposa e hijos, los sesenta y cinco mil dólares, producto de las tres pólizas de seguros de vida que mantenía vigentes con tal propósito. Recursos necesarios, según sus cálculos, para que ellos obtuvieran lo que él jamás les proporcionaría en vida, por más que trabajara. Como lo había comprobado y sufrido por casi treinta años, desde cuando además de trabajar sin descanso, semanal, religiosa e infructuosamente, optó, con tal fin, por los juegos de azar. Engañifas... ilusiones baratas a las que de manera inexorable acude un pueblo pobre, agobiado y sin esperanzas. Él llevaba más de treinta años apostando de forma semanal y religiosa. Comenzó con los juegos hípicos; el que se corría en el Hipódromo Nacional. Luego, con la lotería La Millonaria, hasta cuando esta dejó de jugarse por no pagar los premios, según informaron algunos medios. Después, con la lotería de la ciudad capital. De esta compraba los billetes por Internet. Por último, con el Loto Multimillonario, al comienzo solo los sábados, después, también, uno entre semana.

El frío del olvidoWhere stories live. Discover now