36. La canción del verano

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Ignoré lo que me dijo, rodeé su cintura con mis brazos hasta que el espacio entre mi pecho y su espalda fue inexistente. Podía sentir como sus músculos se relajaban por la cercanía y estaba segura que ella podía sentir mis desbocados latidos.

—No nos están viendo y mi mamá se fue como a las cinco de la mañana. —Posé mi barbilla sobre su hombro, donde el aroma a coco se concentraba más—. Y a mí mamá le caíste bien.

Casey intentó negarlo, pero lo cierto es que cuando se saludaron con un cordial buenos días, cuando al poco tiempo se transformó en una conversación que duró varios minutos. E incluso cuando era sobre algo tan banal como la situación del agua en el pueblo, ellas lo hacían parecer como una discusión filosófica.

No se lo comenté, pero cuando se fue mi mamá me dio una mirada y dijo literalmente: Esta chica me agrada, deberías invitarla a la capital un fin de semana. Claro, si la dejan y salimos a pasear juntas.

—Shorts... —susurró, con ese tono suave que empezaba a encontrar tan reconfortante—. Estás buscando que te bese ahora.

Mordí mi labio para contener la sonrisa y me aferré más a su cintura, sintiendo la calidez de su piel traspasando la tela de su vestido. Giré con lentitud mi cabeza hasta que mis labios quedaron cerca de la línea de su mandíbula, misma que hace varias noches había llenado de besos.

—¿Y qué te detiene? —susurré cerca de su oreja.

Estaba segura que se había erizado, aunque era un poco distinguirlo por las largas mangas de ese vestido de lino.

—Esperar a nuestros amigos... —Y su ánimo cambió al mencionar esas palabras—. Si es que vienen, claro.

La invitación a la playa había sido idea de Allen, como parte de algún tipo de tradición que la familia de Maylín solía hacer cuando eran más pequeños. Iban a una especie de playa secreta no tan lejana de la carretera, pero bien escondida para no ser molestados.

Pasaban todo el día bajo la sombra de los árboles, asando carne en una parilla y nadando en sus cristalinas aguas pacíficas. Como uno de esos idílicos días de verano que tanto se les vendían en las promociones turísticas a los extranjeros.

Y luego de esos agitados días, era algo que necesitábamos.

Deposité un beso sobre su hombro y me separé un poco, sin soltar mis manos de su cintura.

—Bueno, se supone que Maylín habló con Allen.

—Lo sé, pero no... —La preocupación desbordaba sus ojos oscuros—. No pensé que las cosas cambiarían tan rápido, al menos no hasta que nos graduáramos, nuestros caminos se separaran y estos veranos en San Modesto se convirtiera en un recuerdo que siempre surgiría cuando nos juntáramos de nuevo. Es como si todos hubiéramos sido forzados a crecer en estos dos meses, a asumir tantas responsabilidades que tal vez no seamos capaces de manejar.

Allen decidiendo sobre su futuro, Maylín y Francisco teniendo que asumir una responsabilidad que ninguno de los dos quería. Este verano, el último verano del siglo, se sentía también como el último verano de nuestras infancias.

—Duele un poco si lo dices de esa forma —le dije, un tanto preocupada por como podía sentirse en ese momento.

—Eso es porque crecer duele —respondió, esbozando una sonrisa algo triste—. Especialmente cuando eres lanzado a ese mundo sin ninguna explicación.

Pasé un brazo sobre sus hombros, intentando relajarla un poco. Pero sabía que aquel sentimiento, esa nostalgia en específico, no era el tipo que se podía apartar con un beso o un abrazo.

Las últimas flores del veranoWhere stories live. Discover now