11 | Dylan

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Las semanas pasaron sin ninguna novedad y ya hacía tiempo que el frío se nos había echado encima

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Las semanas pasaron sin ninguna novedad y ya hacía tiempo que el frío se nos había echado encima. Quedaban pocos días para terminar las clases, antes de las vacaciones de navidad, y todo el mundo en el instituto estaba nervioso por el baile de invierno. Era el evento más importante del Roosevelt High School porque, año tras año, ponía el broche final al primer trimestre.

Mis amigos ya habían comprado las entradas y tenían acompañantes para el baile. No habían sido muy originales con sus propuestas, pero consiguieron que ambas chicas dijeran que sí. Yo tenía las entradas, pero aún no había sacado el valor suficiente para pedirle a Madison que fuera mi acompañante.

—No sé cómo pedírselo —dije cabreado.

Tiré la mochila al suelo y me senté de mala gana en la silla. Era la última clase del día y no había parado de darle vueltas al asunto.

—Es más sencillo de lo que piensas. —James se sentó a mi lado y me pidió toda su atención—. Te acercas a ella y le dices: «Madison, ¿quieres ser mi pareja para el baile?». Y ya está. Eso he hecho yo y me ha funcionado, así que hazme caso y deja de comerte la cabeza.

—Si todos los problemas del mundo se solucionaran a tu manera, ya nos habríamos extinguido.

James se rio y sacó una libreta de su mochila. Dejé la mente en blanco y presté atención al profesor. Los minutos pasaron rápidamente y cuando sonó el timbre salimos de la clase, dejamos nuestras cosas en la taquilla y caminamos hacia la salida.

Fuera, en la puerta principal, nos encontramos con Madison. Estaba sentada en las escaleras y seguía con la mirada a cada persona que pasaba por su lado. Me despedí de James y me coloqué delante de ella para llamar su atención.

—¿Nos vamos?

Madison se levantó de un salto y bajamos las escaleras. Durante el trayecto hasta su casa permaneció más callada de lo normal, pero no pude pasar por alto que tenía los labios muy apretados como si se estuviera esforzando para no sonreír y permanecer seria.

En cuanto llegamos a su casa, sacó las llaves de su mochila y abrió la puerta. La casa estaba en completo silencio y eso indicaba que su madre aún no había llegado.

—Puedes dejar tus cosas en mi habitación —dijo antes de desaparecer en la cocina.

La puerta de su habitación estaba abierta. Por eso, cuando crucé el pasillo, no me perdí como la primera vez que fui a su casa.

Dejé la mochila al lado de su escritorio y de ella saqué una bolsa llena de pétalos de rosa. Los esparcí por toda su cama y coloqué las entradas del baile en el centro. Me paré enfrente de la cama esperando a que entrara en la habitación.

Estaba tan nervioso que no podía parar de limpiarme el sudor de las manos en los pantalones. Madison entró poco después con una bandeja entre las manos, la dejó sobre el escritorio y me miró intrigada.

—¿Qué es eso?

Se acercó más a mí para poder ver mejor lo que había sobre su cama y se llevó las manos a la boca, sorprendida al ver las entradas del baile.

—¿Me estás pidiendo que vaya contigo al baile?

—Sí. —Me froté el pelo, nervioso.

Su rostro se iluminó al escuchar mi propuesta. Madison se abalanzó sobre mí y me dio un abrazo, muy ilusionada. Como respuesta, rodeé su cuerpo con mis brazos.

—Me encantaría ir contigo al baile —dijo con las mejillas encendidas.

Nos comimos los aperitivos que había traído y nos fuimos al salón a ver la tele.

Cuando llegó su madre, nos saludó y entró directamente a la cocina para preparar la comida. La ayudamos a poner los cubiertos y nos sentamos a la mesa. Margaret sirvió el primer plato y lo dejó enfrente de mí.

—¿Cómo están tus padres? —me preguntó Margaret mientras servía un plato para Madison.

—Bien, gracias por preguntar.

No me gustaba mentir, pero tampoco me gustaba contar los problemas de mis padres a nadie. Lo que había estado pasando esos últimos meses solo lo sabían James y Thomas, pero porque eran mis mejores amigos de toda la vida.

—Ya que mi hija no me cuenta mucho sobre ti me tocara a mí preguntarte. ¿Tienes hermanos?

—No, soy hijo único.

—¿Nunca echaste de menos tener un hermano? —Se detuvo un instante para mirar a su hija y luego volvió a centrar su mirada en mí—. No lo digo por ser cotilla, es solo que Mat, mi otro hijo, siempre me pidió otro hermano o hermana porque era muy difícil para él estar solo.

—Mamá... —le advirtió Madison para que parara de hablar.

—No pasa nada —dije tranquilizando a Madison—. No se puede echar de menos algo que nunca se ha tenido. A veces de pequeño cuando jugaba quería algún compañero de aventuras a mi lado, pero por lo demás he podido sobrevivir yo solo.

Mi madre se llegó a plantear alguna vez tener otro hijo, pero me había criado sola y no quería quedarse embarazada si sabía que mi padre no iba a estar a su lado para apoyarla.

Terminamos de comer y Margaret se levantó a por el postre. Trajo entre sus manos una gran tarta de chocolate y la dejó sobre la mesa. Nos sirvió un trozo a cada uno y tras la primera cucharada, lo devoramos con rapidez. Estaba muy bueno, sin embargo, mi estómago estaba bastante lleno como para repetir.

Le ayudamos a quitar los platos sucios de la mesa y los dejamos sobre el fregadero. Para ayudar a Margaret, me coloqué el delantal y me encargué de limpiar los platos mientras Madison los secaba. Así, uno tras otro, conseguimos terminar rápidamente.

Me ofrecieron quedarme con ellas a pasar la tarde en su casa y aunque me hubiera gustado quedarme, tenía que volver a casa a estudiar. Al día siguiente tenía un examen y no lo llevaba nada bien.

Seguí a Madison hasta su habitación, recogí mi mochila y me acompañó hasta la puerta.

—Nos vemos mañana.

Rodeó mi cuello con sus brazos y me abrazó rompiendo la distancia que nos separaba. Hice bien en alargar nuestra despedida porque lo que me encontré aquella tarde al llegar a casa me dejó impactado.

No temas al amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora