10 | Madison

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—Nací en Washington D

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—Nací en Washington D.C., donde mi padre y mi madre se conocieron. Mi madre era una estudiante brillante y se sacó la carrera de periodismo con la mejor nota de su promoción. Comenzó a trabajar como periodista en el periódico Washington Post, pero tuvo que buscar un trabajo extra para poder pagar las facturas de las que su anterior marido no quería hacerse cargo. Por las noches empezó a trabajar en un bar de copas, al que mi padre solía ir cuando salía del bufete de abogados. Allí fue donde se conocieron y se enamoraron.

—Vaya, escondías más de lo que pensaba —dijo sorprendido.

—Espera, aún no he terminado —continué—. Pasaron dos años antes de que mis padres se casaran y me tuvieran a mí. Yo era muy pequeña cuando nos mudamos a Seattle, pero según mi madre nos mudamos para formar una nueva vida los cuatro juntos.

—¿Los cuatro?

—Sí, me he olvidado de hablarte de mi hermano, Mat. Es mayor que yo. Nos llevamos trece años, aunque la diferencia de edad nunca ha sido un problema. Siempre hemos sido inseparables, aunque desde que empezó a trabajar en la Aviación Naval de los Estados Unidos no nos vemos mucho.

Rebusqué en la galería de mi teléfono hasta dar con una foto de mi hermano y extendí la mano enfrente de él para que pudiera verla.

—Os parecéis bastante —dijo, mirando primero a la pantalla y después a mí.

Mi hermano había heredado muchos rasgos de su padre: el color moreno de la piel, los ojos verdes, las cejas poco pobladas y esa barbilla prominente. Yo, en cambio, heredé los ojos color avellana de mi padre y su nariz. De nuestra madre habíamos heredado el color del cabello, rubio oscuro, y la constitución delgada, pero nada más.

—¿Y tú? Háblame de ti.

—Pues mi vida no es nada del otro mundo. Mis padres llevan casados diecinueve años y realmente no puedo decirte mucho sobre su relación porque no tengo esa información. Nunca me han contado nada sobre ellos.

—¿Tienes hermanos? —pregunté, curiosa por saber más sobre él.

—No, siempre he estado solo.

No pude contenerme y le cogí las manos. Las apreté suavemente para que me mirara y le mostré una sonrisa.

—No estás solo, me tienes a mí.

Dylan asintió y me dio las gracias.

El camarero nos trajo nuestra comida y comenzamos a comer en silencio. Dylan apenas había tocado su plato cuando yo ya casi había terminado el mío. Tenía la mirada perdida en la pista, como si hubiera algo que le preocupaba y no dejaba de rondarle por la cabeza.

—¿Qué te parece si hacemos una ronda de preguntas para conocernos mejor? —propuse para animarlo.

—Vale, empiezo yo. ¿Color favorito?

—Rojo.

—Vaya, el mío es el azul.

—¿Comida favorita?

—La pizza —respondió antes de darle un mordisco a su hamburguesa.

—La mía también —dije con una sonrisa en los labios.

—Ya hemos coincidido en algo.

—¿Haces algún deporte? —preguntó esta vez él.

—No, aunque a veces sí que salgo a correr.

—¿Subir las escaleras de mi casa cuenta como deporte?

Solté una breve carcajada y negué con la cabeza.

—Entonces no, no hago ningún deporte.

Con las preguntas conseguí que Dylan se relajara y dejara de pensar en aquello que le preocupaba.

Terminamos de comer y pasamos el resto de la tarde paseando por el Green Lake Park antes de que Dylan me acompañara a casa.

—Gracias por la sorpresa, me lo he pasado muy bien.

—Te prometo que pronto lo repetiremos, pero ahora me tengo que ir a casa —dijo apurado mirando el reloj.

Me despedí de él con un beso en la mejilla y esperé a que desapareciera al final de la calle para entrar en casa.

Era curioso cómo desde el primer momento en el que nuestras miradas se cruzaron en el pasillo del instituto, supe que no podría dejar de pensar en aquel chico de pelo moreno y ojos azules, aunque no pensé que llegaría a sentir algo tan fuerte por él.

No temas al amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora