13. NO HAY CAMINO BUENO

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 13. NO HAY CAMINO BUENO

Norden, Estoria, 9 de avientu del 525 p.F.

 —Lo que ocurrió aquella noche fue terrible —dijo Freder Redion'ar, el padre de Aubert meneando la cabeza apesadumbrado. Tras leer el diario habían pasado la noche en la habitación secreta y al amanecer acudieron a la mansión de los Redion, para decidir que hacer. Zas y Árzak disfrutaron más que nadie de aquella velada frente a la chimenea, gracias al cuenco de caldo humeante que sujetaban entre las manos—. Tanta muerte, tal cantidad de sangre derramada… Pero me alegro de ver, que al menos a ti, te ha ido bien. No sabes como siento todo aquello...

 Freder añadió un chasquido de lengua a los movimientos de cabeza. Ocupaba la cabecera de la gran mesa del comedor con su hijo a la diestra y los invitados al otro lado. Era muy parecido a Aubert en altura y maneras y aunque hacía décadas que había perdido buena parte de su antigua melena, las pocas hebras plateadas que le quedaban, caían en una raquítica coleta plateada a su espalda. Tal y como recordaba Árzak, seguía siendo un hombre vigoroso que no había dejado que la edad doblegase su cuerpo, pero su mente, antaño preclara y calculadora, daba muestras de un serio deteriodo; o eso parecía pues cuando los vio atravesar el umbral de su casa esa mañana, les saludó, seco, sin sorprenderse de su aparición. El tipo de recibimiento que das a alguien con el que acabas de charlar hace cinco minutos. No fue hasta que su hijo le recordó el ataque a Norden, y todo lo ocurrido después, que no tuvo una reacción más normal, estrechando a Árzak en un abrazo paternal demasiado largo y deshaciéndose en lágrimas. El anciano fue tan efusivo y servil que al joven le dio la impresión de que estaba intentando espiar algún tipo de sentimiento de culpa, pero eso no tenía ningún sentido: no paraba de disculparse. A partir de ahí, su conversación entró en un bucle que ya duraba una media hora larga del que no encontraban forma de salir.

 Mientras tanto Aubert se implicó en su papel de anfitrión. Nada más llegar movilizó a todos los criados para que a los invitados no les faltase nada. Zas estaba encantado con la atención extra, pero Árzak incómodo le dijo que con ropas de abrigos secas y algo de comer se apañarían. En un principio temió ser una molestia para una familia que solía tener dificultades para pasar el invierno; pero a juzgar por el número de empleados que recorrían unas estancias profusamente decoradas y caldeadas e iluminadas por luz eléctrica, a los Redion les iba muy bien. Según parecía su negocio comercial había despegado en los últimos años.

 «No hay más que fijarse en esta sala», pensó fijándose en el mobiliario iluminado por una llamativa lámpara de araña, y sus seis bombillas parpadeantes. Tan solo habían pasado cinco años, pero una sala que entonces estaba vacia, después de que se viesen obligados a empeñar la mayoría de sus muebles para pasar el invierno del 519, hoy estaba sobrecargada por una decoración desmesurada. El centro de la sala lo ocupaba la mesa, de recio roble y con mas de una docena de metros, estaba rodeada por veinte sillas talladas con tal habilidad que los querubines que las escalaban parecían seguirle con la mirada y todo ello reposaba sobre una gigantesca alfombra en la que se podía ver una enorme reproducción del escudo de la familia: un carro amarillo, decorado por un trisquel del mismo azul que el resto del campo.

 La pared que tenía a su espalda y la de la izquierda tenían grandes ventanales, ocultos ahora por cortinas repujadas con hilo dorado, tan brillante como el ídolo de oro que reposaba en un pequeño altar decorado con cuentas y rodeado de velas; la calavera astada ocupaba un lugar privilegiado en la casa. Frente a él, estaban las puertas dobles por las que entraron, custodiadas por una pequeña colección de armaduras y armas demasiado pulidas y brillantes como para haber sido usadas alguna vez en combate. En la última pared estaba la gran chimenea de mármol que caldeaba la habitación. Sobre ella colgaba un cuadro de familia, en el que aparecían Aubert y su padre, junto a las cinco mujeres de la casa: la matriarca y sus hijas. Todos posaban muy serios, con ropas elegantes y un porte soberbio. No faltaban ni los perros de caza en la imagen arquetípica de la nobleza narvinia.

DEVAFONTE: LOS DIARIOS DEL FALSO DIOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora