15. EL PRECIO DE LA CONSPIRACION

171 16 5
                                    

15. EL PRECIO DE LA CONSPIRACIÓN

Kashall-Faer, Narvinia, 11 de avientu del 525 p.F.

Un terrible grito de agonía hizo que Keinfor frunciera el ceño: perdido en sus pensamientos, parecía llegar desde el otro lado del mundo. Había pasado días encerrado en su habitación dando vueltas a todo lo que le desveló su padre, desentendiéndose del ataque a Gallendia, del que solo recibía informes positivos: se esperaba una pronta rendición, así que dedicó su esfuerzos a ordenar sus ideas.

«Soy una herramienta para él, y siempre lo he sido, igual que todos los que le rodean. Pero a padre no le queda mucho tiempo. Cuando yo esté al mando la cosa cambiará».

Es lo que pensaba, cuando un nuevo grito le hizo regresar al presente. Se encontraba en las mazmorras del castillo, frente a un potro de tortura en el que se retorcía un anciano, tan golpeado y lleno de sangre, que era imposible reconocerlo.

—Déjale tomar aliento —ordenó al caballero que se ocupaba de tensar el artilugio. El hombre dejó de tirar de la rueda y se relajó. Al mirar a su superior comprobó que no estaban solos: se cuadró en saludo marcial ante el recién llegado. Keinfor no necesitó girarse para reconocer al recién llegado; el olor a incienso, que se imponía sobre los hedores de la mazmorra, le delataba—. Este no es lugar para sacerdotes.

—Un devoto siervo del Ascendido, está donde debe estar. —Fue la respuesta de Neitas Sent'ar, Sacerdote Mayor de la curia arzonita.

Neitas debía rondar los sesenta años y era el típico sacerdote de Arzon: túnica negra, con detalles de hilo rojo que lo distinguían como líder de su orden, embozada hasta los ojos, tal y como ordenan los preceptos para mantener su ser distante de los fieles,y la espada al cinto, para reforzar sus enseñanzas con sangre. En el cuello lucía el amuleto de la calavera astada, fiel reflejo de la presencia del dios. Ni un solo pelo cubría su piel, en las partes que se podían ver, pero tampoco en ninguna otra: los arzonitas abogaban por la homogeneidad, y para ello depilaban todo su cuerpo varias veces a la semana. No podían por supuestos alterar sus rasgos, de ahí el continuo embozó, que no evitaba que se apreciara aquella nariz afilada, o los finos labios blancos y cuarteados, ni la dentadura amarillenta y llena de huecos. Tampoco podía disimular su voz, esa voz raposa y temblorosa, pero que pese al paso de los años nunca perdió el tono de rabia y odio: rabia por tener que asumir que existen en el mundo infieles a los que dedicar ese odio.

El anciano se acercó, con las manos entrelazadas bajo las mangas, y contempló al reo impasible.

—¿Quién es este desgraciado? —preguntó, con una mueca de asco en sus labios—. Y qué puede haber hecho este viejo para terminar así.

—Es Freder Redion´ar; Dun de Norden —contestó Keinfor, reticente a compartir más datos. «¿Sabrá él que sus creencias son una estafa?», le miró, como si fuese a obtener la respuesta de un simple vistazo, pero aquel hombre era inescrutable. «Sería excesivamente cínico, incluso para él, siendo como es un fanático, pero lo mismo podría decir de mi padre»—. Fue el que nos proporcionó la información sobre Sallen hace cinco años.

DEVAFONTE: LOS DIARIOS DEL FALSO DIOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora