20. ARENA

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20. ARENA

Desierto de Saha, Al-Saha, 15 de avientu del 525 p.F.

-Se acabó -dijo Zas, derrumbándose en la arena-. Es el final. No puedo dar un paso más.

-Vamos, Zas. -Árzak se acercó y le ayudó a ponerse de pie, con mucha dificultad a causa de su propia debilidad-. No te vengas abajo ahora. Seberan no puede estar lejos.

-¡Ñiiaaaaaaa! -al mirar duna abajo, la pareja vio a Ximak gritando y agitando los brazos y a Arlia en el suelo inconsciente. El trasgo intentó levantarla tirando de su brazo, pero apenas consiguió moverla del sitio.

-Aubert. -Árzak miró hacia arriba, donde su viejo amigo descansaba sentado en la cima-. No podemos seguir así. Llevamos un día sin agua y la única comida que nos queda es carne en salazón. No aguantaremos mucho más.

-¿Y qué quieres que haga? -respondió el aludido, mirando sobre su hombro- No tengo ni idea de donde estamos, y desde aquí solo veo más arena en todas direcciones.

Estaba claro que la situación era insostenible. Nunca se habían imaginado que les costaría tanto avanzar por el desierto, al fin y al cabo, Aubert calculaba que Seberan estaría a un par de días al norte del río. Llevaban agua y comida suficiente para ese viaje. Que en algún momento se había desviado era evidente, pero es que llevaban un día aquejados por aquel mal que consumía sus fuerzas y les obligaba a arrastrarse por la arena. El tema de la comida fue el problema: antes de entrar en el desierto disponían de un surtido variado de fruta, verduras y carne fresca. Si hubiesen tenido fuerzas se hubiesen devanado los sesos buscando una explicación a como se convirtió todo eso en carne salada. Comer aquello era peor que el hambre, pues secaba sus bocas y les obligó a consumir el agua de varios días en una tarde. Algo que hicieron también sin pensar; «es como el encantamiento de la mave», pensaba Aubert sentado en su atalaya, «cómo si algo te convenciese de que el día es noche y tú te lo creyeses con vehemencia aun con el sol delante». Sacudió su cabeza, aquello no tenía sentido: estaba delirando.

«Solo estás buscando excusas» se reprendió, consciente de que era él quien los había llevado hasta esa situación. Él fue el que decidió avanzar hacia al norte sin desviarse con la esperanza de encontrar alguna población o un oasis o cualquier cosa que les salvase la vida. Y eso hicieron, espoleados por su fe ciega en que en esa franja en concreto tenían que encontrarse a alguien. Quien fuese: llegado el momento incluso sus perseguidores les hubiesen servido.

«No, yo hice lo único que podía hacer», él mismo se corrigió, «es este maldito tiempo. Primero el invierno se adelanta dos meses y nos hace la vida imposible en Estoria y en cuanto llegamos al desierto, ni una maldita nube en kilómetros». Y es que en eso tenía razón, pues no era normal que en aquellas fechas hiciese semejante calor; con el sol en la cabeza, y la arena ardiente debajo se sentían como si estuviesen sido cocinados. Y por las noches la situación no era mejor, pues el frío era similar al que pasaron en el sur. Y eso en un terreno que carecía de lugares en los que refugiarse, y sin leña con la que prender un fuego, lo único que podían hacer era tumbarse pegados unos contra otros.

DEVAFONTE: LOS DIARIOS DEL FALSO DIOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora