5. ASKHAR

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 5. ASKHAR

Hulkend, Gallendia, 13 de xunetu del 520 p.F.

 Leth y Árzak habían llegado a Hulkend tras enterrar a Mientel según el rito castrense. Con las manos desnudas y la única ayuda de una roca plana, el cazador excavó la tumba en silencio e ignorando el cansancio y la sangre que manaba de sus propias heridas; las que había sufrido en la pelea, y las que se provocó después hundiendo los dedos en la dura tierra. Mientras, Árzak no se apartaba del amortajado cadáver, limitándose a velarlo sin más lágrimas que derramar. Cuando cubrieron el cuerpo, la primera parte del ritual quedaba cumplida: devolver la carne a la madre tierra. Después, los dos arrastraron una enorme roca y la insertaron en un orificio que habían dejado sin tapar con ese propósito. Con ello se completaba la segunda, permitiendo al espíritu trascender y reunirse con sus ancestros.

Ninguno tuvo palabras para dedicarle en ese momento. El único gesto que se le ocurrió a Árzak fue dejar junto al monolito la punta de flecha que le dio Mientel, pero Leth la recogió del suelo, la ató con una tira de cuero que desgarró de su chaqueta y la colgó del cuello del niño. Más tarde, después de atender sus propias heridas y descansar, empezaron a intercambiar anécdotas del Sajano. Lloraron y rieron, liberándose de la angustia que les atenazaba, dejando atrás el silencio que había predominado esos días. El último golpe fue terrible, pero sirvió para que despertaran y entendieran al fin lo que se estaban jugando: sus vidas. Ya nadie cuidaba de ellos ni les marcaba el camino, no podían permitirse estar eternamente abatidos. De seguir como hasta ahora, sobrevivir no merecería la pena.

Un día después del ataque abandonaron el claro y regresaron a la carretera. Leth se esforzó por amenizar el viaje con un sinfin de historias sobre sus cacerías. No se habían planteado ninguna etapa más allá de llegar al pueblo que divisase Mientel unos días atrás, y retrasaban cualquier conversación sobre el tema pues solo podían seguir esa dirección.

***

Hulkend era una boyante villa en continua expansión, al sur de la Cordillera del Firmamento. El asentamiento fue fundado doscientos años antes, alrededor de una posada situada en la ruta principal entre Estoria y Gallendia. El abundante tráfico animó a multitud de gente a asentarse en el lugar, atraídos por las múltiples oportunidades comerciales que ofrecía. Las casas eran en su mayoría unifamiliares, situadas en pequeños terrenos y dispersas alrededor de una colina de suaves pendientes. En el centro, edificaciones de varias plantas se amontonaban alrededor de una iglesia de colores sombríos. En lo alto del campanario ondeaba la bandera carmesí con el blasón de la calavera astada. Muchos de los edificios, como si tratasen de mantener controlado el influjo Narvinio, exhibían los estandartes de la República de Gallendia: una rueda de molino azul sobre campo amarillo, que hacía referencia a los orígenes agrarios del país. Dicho emblema contrastaba con los tonos oscuros del emblema Arzonita.

El pueblo no tenía muralla, por lo que entraron sin problema; nadie les dedicó más de una mirada al verlos pasear entre las pequeñas propiedades en dirección al centro, atravesando avenidas rebosantes de vida. Un gran número de puestos de mercaderes se situaban a lo largo del recorrido y trataban de atraer a los clientes gritando eslóganes llamativos. Los lugareños intercambiaban noticias al sol del verano, mientras sus hijos jugaban. Múltiples escenas de cotidianeidad, desmentidas por rostros serios y preocupados. Solo los niños reían ajenos a las palabras aciagas que se pronunciaban alrededor: guerra, invasión o muerte eran las más repetidas. Y, pese a ello, todos parecían seguir sus vidas con normalidad.

Árzak había nacido en una remota aldea y, para él, la actividad de una ciudad comercial, aunque fuese pequeña, suponía un sinfín de novedades. Los mostradores estaban repletos de objetos extraños, y el aroma de alimentos desconocidos llenaba sus fosas nasales. Le resultó curioso ver a muchas personas que parecían no tener un destino fijo al que ir, ni tampoco compraban; se limitaban a pasear. «En Norden nadie iba a ningún sitio si no tenía algo que hacer allí» pensó antes de centrar su atención en un grupo concreto de niños que jugaba en la carretera, entre el abundante tráfico ecuestre. En lugar de defender un castillo imaginario, el pasatiempo habitual de sus amigos, le daban patadas a un extraño objeto de cuero con forma esférica. Se detuvo a observarlos hasta que Leth le apremió para que no se quedase atrás, con lo que perdió la oportunidad de profundizar en los entresijos de aquella actividad.

DEVAFONTE: LOS DIARIOS DEL FALSO DIOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora