7. DOS DEMONIOS Y UN RISUEÑO LADRON

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 7. DOS DEMONIOS Y UN RISUEÑO LADRÓN

Vesteria, Estoria, 4 de abril del 522 p.F.

 Al doblar la esquina, Árzak paró en seco. Estaba ante un callejón sin salida, pero no había ni rastro del ladrón de Askhar. Confuso y con la respiración acelerada se adentró, girando sobre sí mismo, en busca de alguna pista. Las tres paredes eran de piedra, de varios pisos y no tenían ni puertas ni ventanas. Según pasaban los segundos su corazón se aceleraba más y más hasta desbocarse. La ansiedad subía desde el estómago, ardiendo en su pecho y atenazándole la garganta. Palpó a tientas las paredes, en busca de alguna entrada secreta, hasta que la falta de oxígeno le hizo detenerse. Tomó aire con fuerza varias veces y pareció tranquilizarse un poco. Solo duró un instante en esa posición, pues tras cerrar con fuerza el puño, se lanzó fuera de sí, chillando, golpeando y arañando el muro más cercano.

 En ningún momento fue consciente del espectador que asistía a semejante debacle personal. El ladrón sonreía viendo como su víctima se volvía loca. Intentaba contener una carcajada con empeño, pues un movimiento brusco podría romper su concentración y con ello deshacer la técnica que le mantenía oculto. «Más que oculto» se corrigió, «invisible». En realidad, traslúcido sería la definición correcta. Estaba usando la energía vestigial, polarizando las partículas de polvo y agua en suspensión. Las fuerzas magnéticas las mantenían cohesionadas entre sí, cambiando su naturaleza y formando un manto que lo envolvía. Los rayos de luz al impactar contra él, en lugar de atravesarlo, curvaban su trayectoria, recuperándola al otro lado. A la vez que la técnica hacía eso, generaba una especie de pantalla en el punto de entrada, sobre la que se proyectaba lo que se vería si allí no hubiese nadie. Gracias a eso era imposible que lo encontrase; «salvo que tropiece conmigo por casualidad» pensó, tragando saliva.

 Estaba en el lateral derecho, pegado contra la pared tratando de no hacer ningún ruido que le delatase. Miró la espada que aún sostenía. «Menuda basura. Dudo que me den 10 drekegs por ella».

 Un grito aterrador le hizo volver a prestar atención a Árzak. Un grito de furia desatada, que ninguna garganta humana podría reproducir, pues un gruñido que provocó una ligera vibración en el suelo, lo acompañaba. Aquel chaval estaba rascando la pared con tanta fuerza que tenía las manos ensangrentadas. Tenía la cara desencajada y bañada de sudor. Los dientes apretados rechinaban, y cada uno de sus jadeos iba acompañado de un gruñido.

 El ladrón empezó a plantearse seriamente la posibilidad de devolver el botín. ¿Qué otra opción tenía? Aquel salvaje se interponía ante la única salida, y escalar las paredes estaba descartado. No porque fuese imposible, sino porque sería incapaz de utilizar el vestigio para potenciar sus músculos justo después de deshacer el campo de invisibilidad: incluso algo sencillo como eso requería demasiado tiempo para acumular la energía necesaria. No sabía qué podía haber salido mal. Lo que solía pasar era que llegaban, pegaban un par de gritos, maldecían y se iban en busca de un alguacil; «pero este tipo no tiene pinta de irse». Y peor aún, de encontrarlo seguro que le daba una paliza.

 Suspiró reconociendo su derrota, no podía hacer nada y el botín no era gran cosa. Se dispuso a disipar el campo cuando un nuevo grito-rugido le detuvo en seco.

 Otro ataque de furia se adueñó de Árzak, que empezó a gritar a la nada, y cayendo de rodillas golpeó el suelo impotente.

 De pronto se paralizó unos segundos; ni se movía ni emitía ningún sonido. «¿Estara muerto?» esperó expectante el ladrón. Pero sus esperanzas no tardaron en esfumarse cuando un ruido surgió de debajo del muchacho. Al principio lo confundió con un balbuceo, de ahí paso a ronroneo para convertirse en auténtico gruñido. Un gruñido de bestia que hizo palidecer al traslúcido observador. Aterrado, vio como la piel del chaval se oscurecía, pasando del blanco al pardo y de ahí a un negro tan oscuro que parecía ensombrecer el aire que lo rodeaba. Sus manos se retorcían, y los cartílagos chascaban a causa de la tensión a la que los sometían unos músculos cada vez más grandes. Las uñas crecieron, convirtiéndose en auténticas garras que rasgaron el suelo dejando ocho surcos tras de sí. Cuando el ladrón levantó la cabeza entendió que se estaba jugando algo más que una paliza.

DEVAFONTE: LOS DIARIOS DEL FALSO DIOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora