28. EPÍLOGO

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EPÍLOGO: UN NIDO DE VÍBORAS

Kashall'Faer, Narvinia, 21 de avientu del 525 p.F


En Narvinia, las fiestas del solsticio de invierno habían sido canceladas por la muerte del rey Vermin Kholler'ar II. Su vida se había ido apagando poco a poco en los últimos meses, hasta que una noche, mientras dormía plácidamente, recibió la visita de la parca. El tirano, responsable de la muerte y penuria de tantas personas, abandono el mundo sin ningún sufrimiento. Su hijo Keinfor, en espera de ser coronado en un par de días, había decretado el luto nacional y para prevenir cualquier tipo de insurrección durante el periodo de trono de vacante, se instauró la ley marcial y el toque de queda.

Mientras el cielo lloraba a mares por la muerte del monarca, la población abandonaba la Catedral del Renacer, en la que habían rendido respetos a los restos del finado, y apretaban el paso para llegar a sus casas antes del alba.

En el salón del trono, Keinfor y su hija Kordie aguardaban de pie, frente al regio sillar.


—Padre —dijo la joven, distraída en revisar las correas de su armadura—, deje de dar vueltas. No da una imagen digna. ¿Por qué no les recibe sentado en el trono?

—No sería adecuado —respondió Keinfor, deteniendo su deambular: Keinfor se sentía enjaulado, obligado a permanecer en la ciudad, al menos hasta la coronación, y lo llevaba francamente mal—. Al menos hasta la coronación. —Observó el asiento hasta que la puerta se abrió—. Ya están aquí.


Ningún heraldo anunció la visita, pues se trataba de un encuentro secreto, fuera de todo protocolo. En la sala entró Neitas Sent'ar, el Sumo Sacerdote, acompañado de un Caballero Tenue cuyo yelmo estaba decorado por un llamativo penacho rojo: se trataba de Plinio Keneil'ar, la mano derecha de Keinfor en el ejercito, y con la coronación a la vuelta de la esquina, próximo general de los caballeros y el ejercito.


—Señor —saludó Plinio, levantando la visera y dejando a la vista un rostro viejo y lleno de cicatrices; su barba, mitad negra mitad cana, tenía multitud de calvas causadas por antiguas heridas. Esperó en posición de firmes hasta que Keinfor le indicó que descansase con un gesto de la mano.

—Mi príncipe —dijo Neitas, poniendo cierto énfasis en la última palabra—. Antes de empezar, he de decir que no es muy usual que el rey aun no coronado, haga llamar al Sumo Sacerdote a su presencia. Pero como me siento magnánimo ante vuestra perdida, he decidido acceder a dicha petición.

—Muy amable —respondió Keinfor, cruzándose de brazos—. No se trata de una llamada baladí. En sus últimos meses, mi padre tomó una serie de decisiones de gran calado en política exterior; no sé si lo hizo inducido por la enfermedad o si era consecuente, pero en la situación actual podrían convertirse en un problema si permitimos que se desarrollen por si solas.

—¿Hablas de la invasión de Gallendia? —preguntó el Sacerdote, cruzando las manos bajo las mangas—. Según tenía entendido, el asedio de Ferg marcha según lo previsto.

—Y así es salvo por algún que otro inconveniente.

—Es algo más que eso, según he oído —insistió, mientras en sus labios se dibujaba una sonrisa siniestra.

—Pues habrás oído mal —intervino Plinio, irguiendose para encarar al anciano al que superaba en varias cabezas—. El único problema es un grupo de rebeldes dirigido por un tal Letharian o algo así. Unos cuantos campesinos no van a evitar que el Senado Gallendio se rinda.

DEVAFONTE: LOS DIARIOS DEL FALSO DIOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora