11.Nissa I: El origen de los feéricos

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 "Contemplé el colgante que me había dado también Amiel con miedo y desesperación. Me recordaba al Arpa de la Vida, pues parecía de cristal, pero lanzaba destellos de múltiples colores. Según el dios, con esto basta. Sólo tengo que conseguir ponérselo, recitar las palabras mágicas y yo habría ganado finalmente. Mientras escribo esto no puedo parar de llorar. Tanto tiempo deseando una solución mágica y ahora que la tenía, la tentación de hacerla añicos era demasiado fuerte. ¿Al corazón o a la cabeza? ¿A quién debo escuchar? Mi corazón está roto... roto como yo."

 Diario de Ellette.


BOSQUE DE NÁCAR. 22:00.

NISSA

Desde la ventanilla de mi carruaje podía divisar al fin el Palacio de los Espejos, resplandeciendo en la noche como una colmena invadida por luciérnagas. La música y el bullicio llegaban hasta allí. Al fin, tras interminables días de viaje, llegaba a mi destino, y encima tarde. No me gustaban los feéricos de luz y menos me gustaban sus fiestas, pero necesitaba ver a Gelsey, era cuestión de vida o muerte, pues yo no resistiría mucho más. Les pedí a mis concubinos que se quitaran de encima mío, y mis dos criadas preferidas se dispusieron a arreglarme el cabello y a adecentarme mi vestido.

—Lo que tenéis en mente es muy peligroso, mi Reina. Por favor, quedaros mejor junto a mí, me encargaré de que paséis una noche inolvidable —trató de persuadirme por enésima vez Jacinto.

—Son sólo unos feéricos de luz, unos cuantos lobos amaestrados y unos tipos que para compensar su complejo de inferioridad necesitan llevar una varita con ellos. Estaré bien, Jace. Confía en tu reina.

—También me es sabido que habrá vampiros...

—Vampiros... Ésos están muertos —declaré conteniendo un bostezo—. Sabes que aborrezco la muerte.

Me contemplé en mi espejo de obsidiana, ignorando las protestas de los demás. Mi llamativo pelo rojo era sin duda lo que más destacaba de mí. Caía voluminoso sobre mis hombros hasta la mitad de mi espalda. Se acercaba el otoño, por lo que mi piel se estaba poniendo dorada; pronto mi cuerpo adquiriría los colores otoñales hasta que el invierno llegara y lo volviera de mármol violáceo. Había elegido un vestido negro de seda semistransparante que se ajustaba a mis curvas, lo suficientemente sensual, pero largo y que cubría las partes de mi piel resecas que debía cubrir. No me atrevía a desplegar las alas, pero sabía que tenía que enfrentarme a ello, por lo que las abrí lo máximo posible para examinarlas también. Normalmente deberían verse translúcidas con vetas moradas fluorescentes que destellaban en la oscuridad, mas no brillaban tanto como deberían y en algunas zonas se habían resecado, como me temía. Decidí que mejor las llevaría replegadas, no quería que mi estado de salud fuese de conocimiento público, los demás reinos podrían aprovecharse. Tampoco duraría mucho tiempo, Gelsey tenía la cura y yo pensaba arrebatársela.

—Estáis tan hermosa... —me agasajó el pesado de Jacinto, abrasándome con sus ojos purpurinos—. No merecen vuestra presencia.

—Siempre lo estoy, ahórrate los piropos para cuando mi látigo esté marcando tu piel.

—Al menos dejad que os acompañe —siguió insistiendo.

Estaba agotando mi paciencia.

—¿Acaso no me crees capaz de llevar a cabo una tarea tan sencilla? ¿Es eso? —Mi voz se había encolerizado, aunque yo no era de las que elevaban el tono—. ¿Tan débil crees que soy? —sibilé como una serpiente de cascabel que acechaba a su presa.

—Sabes que no es eso —dijo abandonando toda formalidad—, pero Gelsey...

—Conozco a Gelsey desde hace un tiempo, sé como hacer para que me escuche.

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