Tiempo Muerto

By FranzBurg

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Un extraño virus se está propagando muy rápido por todo Madrid y parte de España. Los infectados pierden la c... More

SINOPSIS
PRÓLOGO
PARTE 1
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PARTE 2
AVISO IMPORTANTE
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 ─Teníamos que haber traído agua ─dijo Carlos mirando el cielo de Madrid─, estoy sediento.

Ramón le dirigió una mirada de desaprobación, pero no dijo nada. No llevaban en la azotea ni media hora y ya se estaba quejando. Pero Ramón se sentía responsable, él era el encargado de guiar a la gente en una situación de emergencia, y había fallado.

─Sí, claro, y unos bocadillos también, ¿no te jode? ─dijo un muchacho de los que trabajaban en la cuarta planta. Lo dijo en voz baja, pero Carlos lo oyó.

─¿Tú qué hablas? ─le preguntó con desprecio.

El muchacho, de cuyo nombre Carlos no se acordaba, y eso que habían coincidido en más de una reunión aquel año, se vino un poco arriba y se levantó del suelo en el que estaba sentado desde que subieron a la azotea huyendo de Quique.

─¡Qué disfrutes un poco, muchacho! ─dijo arrastrando cada palabra─. Mira, es jueves, hace sol y no tienes que trabajar ─dio una vuelta sobre sí mismo mientras hablaba, para mostrar el mundo a Carlos─. Y encima pides agua, si es que lo queremos to, chiquillo.

Carlos captó enseguida el tono de burla del muchacho, sacó pecho y caminó hacia él.

Pero Ramón se interpuso en su camino.

─Haya paz ─le dijo a Carlos, poniéndole una mano en el pecho y amenazándolo con la mirada para que no entrara al trapo con el otro muchacho─. Todos estamos muy nerviosos, pero debemos mantener la calma, ¿de acuerdo?

Carlos le mostró su cara de odio. Le molestaba que solo le mirara a él al hablar, cuando era obvio que el provocador era el otro.

─¿No te das cuenta de que cuanto menos bebas, menos tendrás que mear? ─continuó bromeando el chico─, ¡que aquí no hay váter!

─¡Eh! ─exclamó uno de los hombres que también venía de la cuarta planta y parecía que conocía mejor a aquel muchacho─, ya está bien, Ignacio.

Ignacio cambió el gesto, como si el que le había llamado la atención fuera su padre. Debía de ser su jefe directo. Pidió perdón con la mirada, carraspeó un poco, se metió las manos en los bolsillos de su pantalón de pinzas y se alejó un poco para dar un paseo.

Pablo los observaba desde la barandilla de obra en la que estaba apoyado de espaldas, junto a Gabriel y José. Había estado pensando un poco, mientras veía como María José lloraba amargamente, apoyándose en Lola, y como Teresa intentaba hablar por teléfono con alguien. Pero la casi pelea le había hecho perder el hilo de sus pensamientos. Afortunadamente, se acordó de lo que iba a decir.

─Olvídalo, tío, es imposible─ dijo volviéndose hacia Gabriel─, no lo vas a conseguir en la puta vida.

Gabriel pareció no escucharle. Él apoyaba su pecho en el borde del muro e intentaba mirar hacia abajo. Necesitaba que la calle estuviera despejada de zombis para poder llevar a cabo su plan, que no era otro que ir a Torrespaña, como le había aconsejado su amigo Sebastián.

Ya había hecho el cálculo: 1,9km, 23 minutos andando, según Google Maps. Pablo ya le había dicho que ni de coña usara ese itinerario, porque pasaba justo por la plaza de Manuel Becerra, que era donde él había visto todo el follón. El camino alternativo era de 2km y según la misma aplicación, un caminante a velocidad normal podía hacerlo en 24 minutos. Gabriel estaba seguro de que podría cubrir esa distancia en mucho menos. De vez en cuando salía a correr y solía hacer el kilómetro en algo más de 6 minutos, dependiendo de lo cansado o motivado que estuviera ese día.

─Si voy corriendo lo puedo hacer en doce minutos ─había dicho, convencido de su potencial─ ... O trece ─había corregido después de ver las caras de incredulidad de sus colegas.

─¿Y si fueras en moto? ─preguntó José pensativo.

Gabriel se volvió sorprendido para mirar a José.

─¿A qué te refieres? ─sabía perfectamente a qué se refería, pero no quería dar nada por sentado, necesitaba su confirmación.

─Podría dejarte mi moto─ aclaró José.

A Gabriel se le iluminó la cara.

─¿En serio?

─Claro ─dijo José mientras sacaba de un bolsillo de sus pantalones las llaves del candado para mostrárselas─, quizá con la moto sí puedas llegar en doce minutos.

De repente el rostro de Gabriel se volvió a ensombrecer.

─¿Qué pasa? ─preguntó José.

─No he conducido una moto en mi puta vida, tío.

─¿En serio? ─preguntó Pablo un poco sorprendido.

─Es un Vespino, colega ─dijo José─ es como una bici, pero más rápida y sin pedalear.

Gabriel apretó los labios y, tras un suspiro, dejó caer los hombros. Estaba inseguro. Pero antes de que pudiera tomar una decisión, Pablo arrebató las llaves del candado de la moto de la mano de José.

─Yo te llevo ─sentenció.

─¿Pero qué dices? ─exclamó sorprendido Gabriel─, acabas de decir que es imposible.

─ Y tú acabas de decir que no sabes conducir una moto.

─Ya, pero...

─Nada ─interrumpió Pablo─, nos vamos.

Gabriel quería decir que aquel no era el problema de Pablo, que era su problema y el de nadie más, y que Pablo no tenía que arriesgar la vida por él. Pero Pablo parecía muy convencido de lo que hacía.

José sonrió.

Gabriel los miró y se sintió muy afortunado de tenerlos como amigos, además de compañeros de trabajo. Siempre habían sido un apoyo desde que llegó a Madrid, aunque Pablo había llegado al equipo un par de meses después que él.

Respiró hondo. Quizá sí podía haber una oportunidad para abrazar a su chica.

─¡Ok! ─dijo con una sonrisa valiente─, vámonos.

Justo en ese instante retumbó la puerta de la azotea. Quique ya estaba allí. Todos se estremecieron y rezaron en silencio para que la puerta aguantará las embestidas.

─Ahora sí que estamos jodidos ─dijo en voz baja Ignacio, el chico que se había encarado con Carlos.

─Me parece que no vamos a poder bajar por ahí ─comentó Gabriel.

Pablo miró a su alrededor y vio una posibilidad yendo al otro extremo de la azotea y saltando el pequeño muro que los separaba de la azotea del siguiente bloque. Con suerte podrían bajar a la calle por las escaleras de ese otro edificio. La moto de José estaba aparcada en la acera. Gabriel estuvo de acuerdo y se pusieron en camino.

El resto del grupo se extrañó al verlos alejarse. Ramón los interceptó antes de que llegaran al muro para preguntarles sus intenciones. No quería que el grupo empezara a separarse como en las películas de terror. Se sentía extrañamente responsable de sus compañeros.

Gabriel intentó explicarle la situación.

─Pero no podéis iros así, sin más ─exclamó Ramón.

─Es cierto ─dijo José acercándose por detrás. Gabriel y Pablo lo miraron sorprendidos─, no podéis iros con las manos vacías. Debéis llevar armas. Tomad esto ─y les ofreció una teja de loza que había encontrado arrinconada, por casualidad. Nadie supo qué decir─. Cogedla, joder, os puede ser útil.

Gabriel cogió la teja que le ofrecía José y la observó con curiosidad.

─¡Qué la teja os proteja! ─dijo José solemne.

Pablo soltó una carcajada por la estúpida ocurrencia de su amigo.

─¿En serio? ─le increpó Ramón, pero al instante tuvo que relajar un poco la expresión. En el fondo le había hecho gracia, José era único relajando los ánimos─. Bueno ─dijo dirigiéndose a los que se iban─, tened cuidado, por favor.

─No te preocupes ─dijo Pablo.

─Lo haremos ─añadió Gabriel.

Y saltaron el muro de metro y medio que los separaba del siguiente edificio. Ramón y José volvieron con el resto del grupo para explicar lo que pasaba, pues todos se habían quedado un poco preocupados al ver la escena.

La puerta de la azotea estaba cerrada, pero no con llave, así que pudieron entrar en la escalera del edificio vecino sin problemas. Una vez dentro se movieron con cautela, no sabían lo que podría haber pasado entre aquellas paredes. Afortunadamente, no encontraron nada peligroso, con lo que llegaron al portal del edificio sin contratiempos. Salir a la calle ya fue otra cosa.

La puerta del portal estaba cerrada. Se asomaron a la calle por la cristalera que tenía. Desde aquella perspectiva parecía un día tranquilo, como si no hubiera pasado nada, como si una horda de zombis no estuviera atacando la ciudad.

Recordaron la desagradable experiencia que habían tenido en el portal de su propio edificio con aquel niño siniestro. Se miraron muy serios el uno al otro y abrieron la puerta despacio. Se asomaron afuera con cautela. En la acera de enfrente vieron un grupo de zombis pegados a la pared y mirando hacia arriba mientras gemían y estirazaban sus brazos, porque unas cuantas personas estaban haciendo ruido y tirándoles cosas desde las ventanas. Ese grupo no les daría problemas si iban con cuidado. Volvieron la vista hacia el bloque en el que trabajaban y vieron la moto de José aparcada, con el candado puesto en la rueda de atrás.

—Mierda —dijo Pablo al ver que un zombi estaba merodeando cerca.

Era un hombre de mediana edad, vestido con un traje azul oscuro sucio y una camisa blanca manchada de sangre. Había perdido un zapato y arrastraba los pies al caminar, con la cabeza cayéndole hacia un lado. Lo tenían a unos diez metros y resultaba asqueroso.

—Déjamelo a mí —dijo Gabriel tragándose las nauseas y haciendo acopio de valor.

Se sentía en deuda con Pablo por acompañarle en aquella empresa suicida, lo menos que podía hacer era enfrentarse al primer zombi que encontraran en el camino.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Pablo sin dejar de mirar al zombi.

—Lo voy a matar con esto —contestó Gabriel mostrando la teja que les había dado José.

Pablo se volvió para mirar a Gabriel. En su cara se podía ver claramente que no confiaba mucho en el plan.

—Tienes que darle muy fuerte en la cabeza —explicó— sino no funcionará.

Gabriel asintió y respiró hondo.

Salió a la calle con la teja en las manos y caminó despacio, sin perder de vista al zombi, que en aquel momento estaba de espaldas. Iba haciendo un barrido visual a su alrededor a cada instante, no quería sustos. Pablo también salió y se puso detrás de él para cubrirle las espaldas.

Caminaron sigilosos y se acercaron poco a poco al zombi. Gabriel deseaba no tener que enfrentarse a él, pero estaba justo entre la moto y ellos. No le quedaba más remedio.

Cuando estuvo suficientemente cerca pudo percibir el olor a podredumbre que emanaba de aquel cuerpo inerte. Volvió a venirle otra arcada, pero la controló. Expulsó todo el aire que tenía en los pulmones, elevó la teja por encima de su cabeza, cogió impulso y... el zombi dio un paso extraño. De repente dio un giro y se puso de perfil. Gabriel se quedó paralizado con la teja alzada, aunque el zombi parecía no haber percibido aún su presencia.

—Dale, coño —susurró Pablo desde atrás.

Gabriel no se lo pensó más. Volvió a coger impulso y golpeó con todas sus fuerzas al zombi en la cabeza. La teja se rompió en dos trozos y el zombi cayó al suelo de bruces.

El golpe llamó la atención del grupo de zombis y un par de ellos comenzaron a caminar hacia ellos dos. La gente de las ventanas comenzó a gritar para volver a llamar su atención.

Pablo no perdió el tiempo, fue hacia la moto y abrió en candado con la llave.

—Toma —dijo lanzándoselo a Gabriel—. Esto también nos puede valer como arma.

Y se subió a la moto para arrancarla.

Giró la pestaña de la bomba de gasolina, accionó la maneta correspondiente, giró el puño izquierdo a modo motocicleta y dio una pedaleada.

Nada.

Revisó lo que había hecho y se dispuso a repetir el proceso.

Los zombis se acercaban peligrosamente.

Pablo volvió a pedalear.

Nada.

El zombi que Gabriel había golpeado empezó a moverse. El golpe no había sido suficiente.

—¿Qué pasa? —preguntó Gabriel muy nervioso.

Uno de los zombis se apoyó en un coche. Estaba a escasos cuatro metros de ellos.

El zombi que estaba en el suelo empezó a levantarse.

Pablo accionó la maneta de nuevo.

El zombi más cercano ya estaba a dos metros y gruñía como un loco.

Pablo giró el puño.

Gabriel lanzó lo que le quedaba de teja al zombi que se acercaba y acertó en la cara. Cayó de espaldas sobre el capó de un coche y luego rodó al suelo. Pero detrás de él venían otros dos más.

Pablo pedaleó y la moto arrancó por fin.

Oyeron los gritos de júbilo de la gente en las ventanas.

—¡Vamos! —gritó José desde la azotea, desde donde seguía sus movimientos. Había estado angustiado pensando en qué le podía estar pasando a la moto, pues aquella mañana había arrancado a la primera sin problemas.

Gabriel le pegó una patada en la espalda al zombi que estaba en el suelo y este volvió a caer, mientras Pablo recogía el caballete de la moto con un empujón de cadera desde el asiento y la aceleraba un poco.

—¡Vámonos! —gritó.

Gabriel se sentó detrás de Pablo de un salto y se agarró bien a él. Pablo aceleró y se marcharon justo a tiempo para que los zombis que venían hacia ellos no los alcanzaran.

—¡Suerte! —gritó José, pero ellos no parecieron oírle—. ¿Ves? —dijo volviéndose hacia Ramón, que estaba a su lado—, sabía yo que lo de la teja era buena idea.

Recorrieron la calle esquivando los coches parados a lo largo de la calzada. Gabriel llevaba el pitón en la mano derecha, listo para usarlo, si era necesario, contra la cara inmunda de cualquier zombi que se interpusiera en su camino. El subidón de adrenalina le había dado fuerzas y se sentía más vivo que nunca. En aquel momento se creía capaz de todo. Llegar a Córdoba y abrazar a su chica era posible. Notó el aire en la cara y sonrió momentáneamente.

Pablo condujo la moto hacia el sur. La idea era llegar hasta la Calle Jorge Juan y allí torcer a la izquierda. No conocía aquella calle, pero se había aprendido de memoria el mapa que le había enseñado Gabriel con el itinerario, y ahora sabía que en esa calle estaba la Fabrica Nacional de Moneda y Timbre. Iban a pasar por delante de la puerta. Era irónico, porque hacía cosa de un mes que quería visitar esa fábrica; le había dado curiosidad a raíz de ver la serie La casa de papel, pero aún no lo había hecho oportuno.

Al principio no encontraron muchos obstáculos. Pablo había visto mucho cine y sabía que en las películas de terror los protagonistas siempre se estrellaban por ir demasiado rápido mientras huían. Perdían el control. Él no quería cometer el mismo error, con lo que conducía con cuidado. No vieron muchos zombis hasta llegar a la Calle de Alcalá. Tenían que cruzar la calle y en ese tramo tuvieron que extremar las precauciones. Había muchos coches parados de cualquier manera en mitad de la calzada, algunos incluso tenían las puertas abiertas. Y vieron algunos zombis deambulando solos o en grupo, pero los pudieron evitar sin problemas, porque estaban lejos.

Al terminar de cruzar la gran Calle de Alcalá volvieron a la falsa normalidad de la Calle Lombia, donde parecía que no habían llegado los zombis aún, con lo que había más movimiento de gente normal. Vieron gente con cámaras de video y teléfonos móviles en la mano, corriendo en sentido contrario a ellos, quizá se dirigían a la Calle de Alcalá en busca de un poco de acción. Nadie reparó en ellos, no eran los únicos que parecían huir. No circulaban coches, pero había gente corriendo, en bici o en moto, como ellos. Todos iban en sentido contrario a la circulación normal de aquella calle, pero daba igual, nadie iba a ir a multarlos con la que estaba cayendo.

Cuando pasaron por delante del WiZink Center vieron como un grupo de cinco chavales, aprovechando el caos del momento, estaba desvalijando un camión de reparto de cerveza Mahou que había allí aparcado. Por supuesto, debían hacer acopio de víveres por si venían vacas flacas con esto del apocalipsis zombi.

Dejaron atrás el WiZink Center y torcieron a la izquierda en la calle Jorge Juan y pasaron delante de la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre. Pablo observó el majestuoso y gigantesco edificio mientras conducía la moto con cierta decepción; era diferente a la recreación que habían hecho en la serie que tanto le había gustado.

Al terminar el edificio, casi sin darse cuenta, ya estaban en la Calle del Dr. Esquerdo. Debían torcer ligeramente a la derecha, cruzar la calle y seguir por la Calle Jorge Juan. Ya lo tenían. Unos cuantos metros más y en nada llegarían a Torrespaña. Pero Pablo se despistó. Se había confiado y se había dejado llevar pensando en la serie y cuando vio a todos los zombis ya era demasiado tarde.

—¡Frena, frena! —le había gritado Gabriel segundos antes.

Fueron los gritos de su colega los que le hicieron reaccionar, pero tuvo de hacer derrapar la moto para no atropellar a un grupo de unos veinte zombis que había en medio de la calzada.

Gabriel se tiró de la moto un momento antes del derrape y rodó por el suelo, magullándose en los codos, los hombros y la cadera. Pablo también rodó por el asfalto. La moto se deslizó unos metros, derrumbó a tres zombis y se quedó en medio del grupo. Si querían recuperarla tenían que enfrentarse a ellos.

—Lo siento, tío —dijo Pablo—, lo siento, joder. No entiendo lo que me ha pasado. ¿Estás bien?

—Sí, sí, tranquilo —contestó Gabriel—, estoy bien.

Miró a su alrededor. Se podría decir que estaban rodeados de zombis. Se acababan de meter en la boca del lobo. Si no actuaban rápido no saldrían de aquella.

—¿Qué hacemos? —preguntó Gabriel con la voz cortada—, deberíamos ir hacia allá —y señaló hacia la Calle Jorge Juan, pero en realidad estaba señalando hacia una horda de unos treinta zombis, que caminaban sin dirección fija entre los coches que estaban aparcados de cualquier manera en la calzada. El más cercano de ellos podría estar a unos cuarenta metros.

No les dio tiempo a hacer un plan de huida. El grupo que había recibido la moto ya venía hacia ellos, y estos no eran tan lentos como los anteriores.

—Mierda, mierda, mierda —gritó Pablo—, ¡vamos! —y empezó a correr en dirección opuesta.

Gabriel le siguió, pero sin un plan estaban perdidos. ¿Qué podían hacer?

Lo primero que se le ocurrió a Pablo fue volver a la calle por la que habían venido, al menos por allí no habían visto a ningún zombi. Con un poco de suerte podrían ocultarse en algún sitio y pensar mejor qué hacer después.

Pero no pudieron volver al tramo de la Calle Jorge Juan por el que habían venido. Otro grupo de zombis, que se había movido rápido entre los coches, se lo impidía. Gabriel comenzó entonces a correr hacia O'Donnell.

—¡Por aquí! —gritó.

Puestos a pelear contra zombis, prefería hacerlo en la dirección correcta para intentar llegar a su destino. Agarró fuertemente el candado de la moto, que aún llevaba en la mano y emprendió la marcha. Pablo no lo vio muy claro, pero siguió a su amigo. Tampoco había muchas más opciones. Lo malo es que él no tenía nada con lo que defenderse. Miró a su alrededor mientras corría, pero no veía nada que le pudiera servir.

Vio que había gente que se había quedado dentro de sus coches, creyendo que eso les protegería y que ahora esos coches estaban llenos de sus ocupantes convertidos en zombis intentando salir a la calle.

De repente, supo que no saldrían de aquella. Iban a morir allí y terminarían engrosando la legión de zombis que ahora los perseguía.

Delante de él, Gabriel usó el candado como si fuera una porra y golpeó con él en la cabeza a una mujer mayor convertida en zombi, haciéndola caer de espaldas. Pensó que podría llegar a Torrespaña dando porrazos, pero se equivocaba, y se dio cuenta enseguida.

Se subió al capó de un coche y de ahí saltó al techo. Pablo se subió con él y se quedaron juntos en el centro. Los zombis rodearon el coche y alzaron sus brazos para intentar agarrarlos. Los zombis más altos casi podían tocarlos con sus sucias manos. No aguantarían mucho tiempo allí, el techo de un coche era demasiado pequeño para los dos.

—Tenemos que dividirnos —observó Pablo.

—Este coche es muy bajo, joder —dijo Gabriel, mientras buscaba alguno más adecuado y golpeaba con el candado la mano a un zombi que se acercaba demasiado a sus zapatos—. Sígueme —gritó, y saltó del techo del coche al maletero, golpeó a un zombi con el candado y saltó al suelo.

Pablo saltó detrás de él y un zombi le rozó el pantalón. Sintió como un escalofrío recorría su cuerpo entero y corrió lo mas rápido que pudo para alejarse de él.

Rodearon varios coches, evitando enfrentamientos directos con zombis. Gabriel había divisado una furgoneta y pensó que en su techo estarían más a salvo. La tenían a unos diez metros, quizá un poco más. Tuvieron que dar un pequeño rodeo, pero pudieron llegar a ella. Gabriel subió al capó y de allí al techo. Pero justo en ese momento, un zombi se arrojó encima del capó, lo que impidió que Pablo pudiera hacer el mismo movimiento.

Sin perder tiempo, rodeo la furgoneta y se agarró a la baca de un salto. Gabriel soltó el candado y se dispuso a ayudar a su amigo a subir al techo.

Fue entonces cuando oyeron, de repente, la sirena de la policía.

—¡Aguantad! —oyeron decir por un megáfono.

Pero Pablo no aguantó. Había apoyado el pie en la goma de la ventanilla de la furgoneta y cuando apoyó en él todo el peso de su cuerpo, resbaló. No se soltó de la baca, pero perdió un tiempo precioso y antes de que pudiera volver a intentarlo, un zombi lo agarró por la cintura.

Gabriel, de rodillas en el techo de la furgoneta, tenía sujeto a su colega por las muñecas y tiraba de él con desesperación, mientras veía la cara de terror que se le estaba quedando.

—¡Nooooooo! —gritó. Pero sus gritos no conseguían subir a Pablo al techo.

Otro zombi más se unió a la fiesta, y luego otro y otro.

Para cuando llegó el policía con el fusil ya era demasiado tarde.

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