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Saúl se incorporó en el techo del autobús. Estaba decidido a hacer algo, pero no sabía exactamente el qué.

Si tan sólo supiera qué había provocado todo aquello podría acercarse al origen del problema para después intentar resolverlo, pero en aquel instante le resultaba imposible pensar con tanto ruido a su alrededor, y eso que tenía los cascos puestos.

Se esforzó en recorrer mentalmente los recuerdos que tenía de los acontecimientos de los días anteriores, buscando algo que pudiera guiarle para dar el siguiente paso, pero no encontró nada fuera de lo común. Estaban a jueves y en lo que llevaba de semana se había limitado a trabajar, había ido del trabajo a casa y de casa al trabajo, como casi todas las semanas. La semana anterior también había echado bastantes horas extra, enfrascado como estaba en su actual proyecto. Se recordó a sí mismo en uno de esos días, sacando un café de la máquina del pasillo para combatir el sueño que le entraba en los tiempos muertos, mientras esperaba que se procesara algún resultado, cuando la tarde de trabajo ya se había convertido en noche. A aquellas horas los pasillos estaban prácticamente vacíos, cuando normalmente no dejaba de pasar gente de un lado a otro. Mientras él se tomaba el café mirando al infinito, solo pasaron a su lado dos hombres enfundados en sus batas blancas. Llevaban los típicos portafolios con sus reportes, o con lo que quiera que estuvieran trabajando, y mantenían una conversación acalorada, a la que no le había prestado demasiada atención.

No le saludaron cuando se cruzaron con él en el pasillo. Quizá ni siquiera fueron conscientes de que él estaba allí. ¡Ahora todo le resultaba tan lejano en sus recuerdos!

Desechó aquel pensamiento y observó de nuevo a la gente que corría alrededor del autobús. No dejaban de gritar, de empujarse. El volumen de gente cada vez era menor, se dispersaban. Ahora podía ver a algunos de los perseguidores enloquecidos, de repente un poco desorientados, sin saber hacia dónde correr. Tarde o temprano todos saldrían del intercambiador de una u otra forma, sería en ese momento cuando debería saltar él del autobús.

Observó en algunos puntos a gente tirada en el suelo. Parecían haber tropezado, caído y sucumbido ante la avalancha de gente que venía por detrás, empujando, arrasando, buscando una salida. Habían muerto asfixiados y pisoteados, una muerte horrible y a nadie parecía importarle.

Un rato antes había escuchado el leve murmullo de la sirena de una ambulancia a lo lejos, fuera del aparcamiento, pero ya se había callado.

Un grupo de unas cinco personas, formado por tres chicas y dos chicos, se habían atrincherado dentro de un autobús de la compañía Alsa. Uno de los chicos intentaba cerrar la puerta manipulando los controles del autobús, pero no terminaba de dar con el botón correcto.

Él fue el primero en caer.

Uno de los alterados rabiosos pasó rozando el vehículo y se percató de que había carne fresca dentro. Pareció haberlos olido. Entró en el autobús hecho una fiera por la puerta de delante y cogió desprevenido al chico que intentaba cerrarla. Se le abalanzó encima y le mordió en la cara, en los brazos y en el cuello, arrancándole buenos trozos de carne. Mientras lo devoraba entró en el autobús otro rabioso.

Saúl pudo escuchar los gritos de las chicas, desesperadas, empujándose unas a otras en los últimos asientos, mientras el enemigo se acercaba a trompicones por el pasillo. El otro chico, en un intento de hacerse el héroe, se interpuso entre el monstruo y las chicas. Pero no pudo retenerlo más de dos minutos, que fue lo que tardó en morir a manos del antiguo estudiante de psicología Arturo Benavente, infectado no hacía más de tres horas. Antes de que Arturo acabara con el chico del pasillo entraron en el autobús otros dos rabiosos más, que corrieron por encima de los asientos como perros para llegar hasta las chicas, que estaban acorraladas al final del vehículo.

¿Cuántas veces las había visto morir? Ya ni se acordaba. La primera vez fue tormentoso ver como una de las chicas le veía desde el interior del autobús y le pedía socorro a gritos, pero después se acostumbró y simplemente miraba a otro lado. No podía hacer nada por salvarlas, ellas solas se habían sentenciado a muerte metiéndose en aquella ratonera.

Saúl respiró hondo, echó el cuerpo hacia atrás y se volvió a tumbar en el techo del autobús.

No sabía qué hacer. La gente corría a su alrededor, pronto dejarían de hacerlo y los rabiosos caminarían más despacio, reservando fuerzas para cuando vieran a una nueva víctima a la que atacar y devorar.

Se quedó mirando el techo del intercambiador durante un rato y al final decidió que iría al centro de investigación, porque había que hacer algo y estaba claro que desde su casa no podría hacer nada.

¿Estarían las llaves del autobús en el contacto?

Tiempo MuertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora