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Gerardo Márquez sintió la embriaguez cuando se sentó en el asiento del conductor de su Renault Megane azul. Arrancó el coche y cerró los ojos un momento, esperando que todo dejara de dar vueltas a su alrededor. Gerardo era consciente de que se arriesgaba demasiado, no porque pudiera tener un accidente, que lo veía poco probable, sino por si lo paraba la policía, en ese caso tendría un problema, le multarían y probablemente le retirarían el carné. Sin embargo, decidió seguir adelante, tampoco estaba tan borracho y no era fin de semana, la probabilidad de que hubiera un control un miércoles por la noche era más que baja.

«Yo controlo» pensó y metió primera.

Las calles del barrio de Madrid en el que estaba la oficina estaban extrañamente desiertas aquella madrugada, no era la primera vez que Gerardo conducía a aquellas horas por allí y normalmente había más tráfico, pero se alegró de la particularidad de aquella noche de septiembre, así no tendría que esforzarse tanto en la conducción.

Condujo un par de calles con intención de dirigirse a la M30 cuando un semáforo en rojo le hizo frenar. Aprovechó el parón para sintonizar algo en la radio que le entretuviera, en Kiss FM estaba sonando "Sittin'on the dock of the Bay" de Otis Redding, una canción que le traía buenos recuerdos de juventud, así que decidió dejarla.

Cuando alzó la vista se sorprendió un poco al ver que había un tipo parado en mitad de la calzada, delante de su coche, observándole. Tenía las piernas muy abiertas y parecía tener problemas para mantener el equilibrio, y era evidente que ya se había caído un par de veces porque su ropa estaba sucia. Tenía la boca muy abierta en un gesto ridículo y la cabeza un poco inclinada hacia atrás, pero aun así observaba a Gerardo de una forma casi amenazadora.

«Ese va más borracho que yo» pensó Gerardo desde la seguridad de su coche.

El semáforo no se ponía en verde, pero a Gerardo empezaba a ponerle nervioso aquella situación, cada segundo parecía eterno y la mirada de aquel tipo empezaba a resultar un poco diabólica. Cuando estaba a punto de abrir la puerta del coche para gritarle que se quitara de en medio, el borracho de la calle logró dar un paso más hacia el otro lado de la calle, ese paso llevó a otro y ese a otro y poco a poco se alejó del centro de la calzada, pero no dejaba de mirar al coche con su mirada endemoniada y perdida.

Gerardo quitó lentamente la mano izquierda del pomo de la puerta y la volvió a poner en el volante. Cuando el individuo llegó a la otra acera dejó de prestarle atención y se volvió a concentrar en el semáforo, que aún seguía en rojo.

Suspiró, se acomodó en su asiento y observó la calle oscura, sin interés, por la ventanilla de su puerta.

Y allí había otro tipo.

También parecía estar borracho y también miraba hacia su coche con un gesto absurdo e inquietante. Gerardo empezó a mosquearse, pero justo en el momento en el que iba a mirar hacia su derecha para intentar controlar al primer borracho, la cara de éste golpeó violentamente la ventanilla de la puerta del acompañante.

El golpe rompió la ventana y espabiló de forma repentina a Gerardo, que se incorporó en su asiento, pero también lo desorientó y lo dejó bloqueado durante unas milésimas de segundo en las que intentó comprender sin éxito lo que estaba pasando. Quizá si no hubiera bebido aquellas cervezas su tiempo de reacción hubiera sido más corto, pero ni siquiera le dio tiempo a arrepentirse de ello. Para cuando su cerebro decidió reaccionar de alguna manera, el tipo borracho ya había introducido medio cuerpo por la ventanilla del acompañante y se abalanzaba sobre él con una velocidad y una violencia desenfrenadas.

Gerardo no pudo hacer mucho más para defenderse del ataque que arrinconarse contra la puerta de su izquierda y colocar instintivamente sus brazos como escudo, ya que se encontraba atado por el cinturón de seguridad.

El tipo saltó por encima del asiento del copiloto y aterrizó encima de Gerardo. Los primeros mordiscos fueron dirigidos a los brazos, arrancando las mangas de la camisa a cuadros azules y amarillos que llevaba. Gerardo, confuso y con el corazón palpitando en el pecho con una fuerza desmesurada, intentó evitar los mordiscos haciendo aspavientos nerviosos con los brazos, pero el intruso se movía como un perro rabioso y cambiaba la dirección del ataque continuamente, clavándole las uñas y mordiéndole allá donde podía.

En un intento desesperado de defenderse, Gerardo rompió el volante con las rodillas, pero no consiguió hacer mucho más con ellas. Intentaba, por todos los medios poner algo entre aquel hombre convertido en bestia y él para poder dejar la mano izquierda libre y poder abrir la puerta y salir del coche como fuera, pero era imposible. En un momento en el que intentó llevar la mano hacia el pomo la bestia aprovechó para atacar a la cara, clavándole los dientes en la frente y se quedó ahí, apretando con todas sus fuerzas.

La sangre empezó a chorrearle por la cara y a dificultarle la visión del ojo derecho. Respiró hondo y acumuló todas las fuerzas que pudo para asestarle un puñetazo con los dos puños juntos en el pecho a la bestia. Esto consiguió apartarlo un segundo y el tipo se quedó de rodillas en el asiento de al lado, mirando a Gerardo con los ojos inyectados en sangre, chorreando una mezcla de babas y sangre de Gerardo por la boca y respirando atropelladamente.

No reconoció a un humano en aquel ser, le miraba como si algo no funcionara bien en su cabeza. Supo en ese instante que no pararía, que sólo estaba tomando un poco de aliento para volver a cargar contra él aún más fuerte. Supo que aquel era el fin. Fue consciente de que iba a morir en el asiento de su coche, asesinado por un borracho enloquecido.

De repente su mano izquierda coincidió con el pomo de la puerta, la abrió de golpe y si no cayó al suelo fue porque le sostuvo el cinturón de seguridad, que aún seguía ceñido al pecho y el cuello. Gerardo tuvo una pequeña esperanza de sobrevivir al pensar que alguien le estaba intentando salvar, pero cuando su cuerpo ensangrentado se inclinó hacia fuera pudo ver con el rabillo de su ojo izquierdo que el que estaba al otro lado de la puerta era el segundo borracho, que le había mirado desde el otro lado de la calle.

Poco antes de ver como la nueva bestia se abalanzaba sobre su cabeza desprotegida pudo sentir el peso del primer borracho sobre su pecho.

El golpe en la cabeza contra los bajos del coche le dejó atontado y dejó de gritar pidiendo socorro, su cuerpo se quedó flácido y ya no podía responder a ningún estímulo. Lo único que oía era el silbido de Otis Redding en la radio, acompañando a la música mientras acababa la canción. Cuando el primer borracho le atravesó el pecho con sus manos y desparramó sus tripas sobre sus pantalones, su cara y el salpicadero del coche, perdió el conocimiento y todo se fundió a negro para siempre.

Tiempo MuertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora