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25 de Septiembre

Ayer fue un día muy raro, de hecho, no he pegado ojo dándole vueltas. Llegué al laboratorio temprano y, por supuesto, Rubén ya estaba allí. Le di los buenos días y no me respondió, tan enfrascado como estaba en sus pensamientos. Tuve que ponerme delante de él para llamar su atención, solo entonces levantó la vista y me dedicó un «buenos días» frío y distante. Parecía especialmente cansado y deteriorado. Tenía unas ojeras oscuras y profundas, estaba despeinado y su barba de dos semanas le daba un aspecto bastante desaliñado. Le pregunté si le apetecía un café, pero fue en vano, ni siquiera me contestó.

Intenté no preocuparme demasiado y me concentré en mi rutina diaria de revisión de las pruebas realizadas el día anterior y preparación de las siguientes. Al poco rato llegó el señor Tausiet y creí ver en su cara la misma sensación que yo mismo había sentido.

Durante las primeras horas de trabajo apenas habló y se mostró apático, aunque a eso ya estábamos acostumbrados desde hacía algunos meses. Pero nos sorprendió al rechazar la asistencia a la reunión directiva semanal. Al preguntarle Johann por sus motivos, alegó que necesitaba acabar con algo en lo que estaba trabajando. El señor Tausiet lo dejó estar, supongo que supuso que, de todas maneras, tenerlo en la reunión tampoco iba a ser de gran ayuda, dado su aspecto y estado anímico.

El señor Tausiet salió antes del laboratorio porque tenía otra reunión importante y se incorporó un poco tarde a la que se suponía que debíamos ir los tres. Al llegar me preguntó por su portátil. Yo me quedé extrañado, ¿por qué debía saber yo donde estaba su portátil? Entonces me dijo que me había llamado al móvil para pedirme que me lo trajera a la reunión, pues tenía en él unos documentos relevantes para la reunión, pero al no contestar me había enviado un mensaje. Saqué mi móvil corporativo del bolsillo y descubrí que tenía razón. No me había percatado ni de la llamada ni del mensaje. Sentí como el calor subía a mi cara y me disculpé. Johann me pidió que fuera a por él mientras él daba otros detalles en la reunión y yo salí corriendo de la sala. Todo esto no es relevante, pero el caso es que cuando llegué de nuevo al laboratorio paré un momento delante de la puerta y la abrí con calma, no tanto para no molestar a Rubén como para que no se diera cuenta de que volvía porque se me había olvidado algo. No quería pasar más vergüenza.

Y entonces lo vi.

Rubén no se dio cuenta de que yo había entrado en el laboratorio. Cuando entré, él estaba junto a las puertas de cristal de los refrigeradores en los que guardamos los diferentes viales del virus con el que estábamos trabajando. Lo vi abrir la puerta de uno de ellos, coger un vial y guardárselo en un bolsillo interno de la chaqueta. Acto seguido cerró la puerta del refrigerador y se dirigió a su mesa de trabajo. En ningún momento fue consciente de que estaba siendo observado por alguien.

Yo me quedé pasmado. ¿Qué acababa de ver?, ¿en serio Rubén de Fuentes había robado un vial con el virus?, ¿y qué debía hacer yo?

Pues no hice nada.

Intenté actuar con normalidad, fui a la mesa del señor Tausiet, cogí su portátil y salí del laboratorio lo más rápido que pude.

Ojalá no hubiera visto nada.

Pasé el resto del día observando al señor de Fuentes y pensando si debía hacer o decir algo al respecto. No pude concentrarme en mi trabajo en absoluto.

Al final de la tarde se me encendió una bombilla y, de repente, entendí lo que estaba pasando y no supe cómo había sido tan estúpido de no verlo antes. Unos minutos después de las seis de la tarde, el señor Tausiet recogió sus cosas y se despidió hasta el día siguiente. Un cuarto de hora más tarde yo hice lo mismo. Me dirigí al aparcamiento y me monté en mi coche, pero no me fui.

Estaba decidido a esperar a Rubén de Fuentes.

No me defraudó. Poco después de las seis y media apareció en el aparcamiento. Lo seguí con la mirada y esperé hasta que entró en su coche y lo arrancó. Entonces yo también arranqué el mío y me dispuse a seguirle como si estuviéramos en una película de espías.

Nunca había seguido a nadie sin que esa persona lo supiera y me resultó un poco difícil. No quería acercarme demasiado al coche para evitar que Rubén me viera. Más tarde pensé que, en su estado de estrés, seguramente no me hubiera visto incluso conduciendo a su lado.

Conduje detrás de él durante casi una hora para, finalmente, confirmar mis conjeturas.

Estábamos en el hospital Gregorio Marañón.

Entonces lo tuve claro. En ese hospital estaba ingresada su hija y él pretendía inyectarle el vial. Había insinuado más de una vez que debíamos comenzar a probar el medicamento con humanos, pero nunca creí que fuera capaz de hacerlo por su cuenta. Estaba a punto de poner la vida de su hija y su carrera profesional en riesgo. Debía estar muy desesperado. Aunque, pensándolo fríamente, ¿quién no estaría desesperado en su misma situación?

Vi como salía de su coche y entraba en el Pabellón de Oncología.

Yo aún no sabía qué hacer, pero mientras pensaba en algo, lo importante era no perder de vista a Rubén, así que lo seguí.

Entró en un ascensor y, evidentemente, yo no podía meterme con él, pero supuse que iba al área de ingresados adolescentes, así que le pregunté a un celador que había en la entrada y cogí el siguiente ascensor.

Cuando llegué a la planta no había rastro de Rubén. Me di cuenta de repente de que estaba perdiendo un tiempo precioso. Había sido un idiota, debía haber hablado con Rubén antes, en el laboratorio. O incluso con el señor Tausiet. Había tenido todo el día para hacerlo. ¿Qué podía decirle ahora? Además, ni siquiera sabía en qué habitación estaba, si es que estaba en aquella planta, que bien podría haberme equivocado.

Me acerqué al puesto de enfermería, donde estaba el personal. Había una mujer y un hombre hablando y preparando una bandeja con medicinas para algún paciente. El hombre hizo contacto visual conmigo y, de repente, no supe qué decirle. Ni siquiera sabía el nombre de la hija de Rubén. A lo mejor podría haber bastado con preguntar por el número de la habitación. Quizá no existía un horario de visita restringido solo a familiares, o algo así. Pero me bloqueé y dije lo primero que se me ocurrió: «creo que necesitan ayuda en la habitación de la señorita De Fuentes». El enfermero se me quedó mirando, intentando descifrar el mensaje que le había dado, mientras se preguntaba quién demonios podía ser yo. Entonces la enfermera me preguntó si me refería a Alicia y asentí con seguridad, deseando que no hubiera más "De Fuentes" en aquel hospital. La chica me sonrió y me dijo que iría inmediatamente. Y de hecho, dejó lo que estaba haciendo, salió del pequeño despacho y se alejó por el pasillo. Abrió la puerta de una de las habitaciones del fondo y entró sin llamar.

Ante la posibilidad de que saliera Rubén al pasillo, decidí largarme de allí. Volví al vestíbulo del hospital y estuve deambulando durante una hora. Después me fui al coche y allí aguanté otras dos horas, pero Rubén no salía del hospital. Se hacía tarde y decidí irme a casa.

Hoy he llegado al laboratorio y Rubén no estaba. Ha pasado algo. Algo malo. Estoy seguro.

Tiempo MuertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora