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Saúl Grün despertó a las 5:45h de la mañana, como cada día. Apagó el despertador, se quitó el edredón de encima y se sentó en la cama. Respiró profundamente y volvió a mirar el display de su despertador digital para cerciorarse de en qué día vivía.

Cerró los ojos y suspiró.

Se levantó, estiró un poco los brazos y se tendió bocabajo en el suelo para hacer 50 flexiones. Cuando acabó cogió unos calzoncillos limpios del cajón de los calzoncillos y se fue al cuarto de baño, no sin antes abrir la ventana del dormitorio de par en par para que la habitación se ventilara.

Orinó, se afeitó con la maquinilla eléctrica, se duchó, se secó, se puso los calzoncillos limpios, se cepilló los dientes, se limpió el interior de las orejas con unos bastoncillos, se peinó su pelo castaño claro con una escrupulosa raya en el lado derecho, se echó desodorante y colonia y salió del cuarto de baño.

Se vistió cuidadosamente con unos pantalones de pinzas de color gris marengo y una camisa blanca de manga larga, unos calcetines de algodón negro y unos zapatos del mismo color. Después fue a la cocina y se comió un plátano.

Cerró la ventana de la habitación, hizo la cama rápidamente, se puso su reloj de pulsera en la muñeca derecha y se puso sus gafas de pasta negra.

Cogió su fina cartera y se la metió en el bolsillo trasero de su pantalón. Después se colgó su bandolera de color marrón al hombro y cogió sus llaves, abrió la puerta de su apartamento y salió, cerrando con llave tras de sí.

Salió a la calle, aún no había amanecido y refrescaba un poco. Su intención era caminar durante dos minutos calle abajo hasta la parada de metro Alfonso XIII, montarse en la línea 4, dirección Argüelles, y bajarse en Avenida América para coger una lanzadera de su empresa que le llevaría directamente hasta el centro de investigación Grün-Tausiet, donde trabajaba en uno de los departamentos de ingeniería genética. Tendría más de una hora de camino para dormitar, leer, escuchar música o mirar el paisaje.

Pero aquella mañana sería un poco diferente.

A mitad de camino entre su portal y la parada de metro se cruzó con la única persona que había a aquella hora en la calle, caminaba tambaleándose por la acera de enfrente, parecía estar borracho. Saúl no le dedicó ni una milésima de segundo de su tiempo, ni siquiera giró la cabeza para echarle un vistazo. Llegó a la boca de metro y bajó las escaleras. No había nadie en la ventanilla de venta de billetes, lo que era bastante normal a esa hora de la mañana. Él tenía abono mensual, así que se dirigió directamente a los tornos.

En el andén sólo había una persona más, un hombre de unos cincuenta años que iba vestido con un mono azul, sucio de la obra en la que trabajaba y a la que se dirigiría en aquellos momentos.

El tren no tardó en llegar, se abrieron las puertas y Saúl entró por la más cercana. No se sentó, aunque aquella zona estaba completamente vacía, simplemente se apoyó en la pared.

Se cerraron las puertas y el tren comenzó a moverse, fue entonces cuando le llamó la atención el alboroto que se estaba produciendo un poco más atrás. Unas cuatro personas parecían intentar tranquilizar a una señora que se había levantado de su asiento y estaba haciendo movimientos extraños mientras gritaba y gruñía. Parecía haber desencadenado una trifulca con un tipo que estaba sentado enfrente de ella y el resto se había acercado para separarlos o algo parecido.

En la siguiente parada no se bajó nadie, pero subieron unas cuatro personas, que se unieron a Saúl para observar desde la distancia el pequeño altercado, seguramente pensaran que aquello sería lo único interesante que verían ese día para poder comentar en sus diferentes puestos de trabajo. Pero durante los siguientes minutos el "pequeño altercado" se convirtió en una pelea en toda regla entre la mujer enloquecida y el pobre desdichado que se había sentado enfrente, que se la intentaba quitar de encima. Las personas que los rodeaban empezaron a gritar pidiendo ayuda, pedían que alguien llamara a la policía y al servicio de emergencias, y pedían que pararan el tren. Eso encendió una alarma en el interior de Saúl, estaban a escasos segundos de la parada de Avenida de América, en cuanto llegasen él se bajaría, olvidaría aquel incidente y continuaría su camino hacía su trabajo, pero si paraban el tren corría el riesgo de perder la lanzadera y eso le trastocaría toda la mañana. No, no podía permitir que nadie parara el tren. Afortunadamente nadie lo hizo. Las pocas personas que había en el tren estaban demasiado ocupadas mirando lo que pasaba como para poder hacer cualquier otra cosa.

En cuanto el tren paró en Avenida América, algunos viajeros salieron corriendo del tren para pedir ayuda y para avisar al conductor de que estaba pasando algo dentro del tren. Saúl salió y echó a andar hacia la estación de autobuses sin mirar atrás, respirando hondo por haberse quitado aquel problema de encima.

Caminó deprisa por los anchos pasillos hasta salir de la estación de metro y subió rápido por las escaleras mecánicas, pero cuando llegó a la dársena de la lanzadera, esta no estaba. Al ver a algunos de sus compañeros de trabajo comprendió que no es que la hubiera perdido, sino que aún no había llegado. Miró su reloj de pulsera, eran las 7:17h de la mañana, demasiado tarde, a esa hora el autocar ya debería estar allí, pero algo en su interior le decía que no iba a venir nunca, aquel día no llegaría a tiempo al trabajo.

Tiempo MuertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora