Cuarenta semanas [Los Ivanov...

By melaniabernal

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Primer libro bilogía Los Ivanov. Catherine Miller, una joven que acaba de empezar la universidad, está a punt... More

Nota de la autora
Sinopsis
Frase
Semana 1
Semana 2
Semana 4
Semana 5
Semana 6
Semana 7
Semana 8
Semana 9
Semana 10
Semana 11
Semana 12
Semana 13
Semana 14
Semana 15
Semana 16
Semana 17
Semana 18
Semana 19
Semana 20
Semana 21
Semana 22
Semana 23
Semana 24
Semana 25
Semana 26
Semana 27
Semana 28
Semana 29
Semana 30
Semana 31
Semana 32
Semana 33
Semana 34
Semana 35
Semana 36
Semana 37
Semana 38
Semana 39
Semana 40
Epílogo
Extra I
Extra II
Extra III
[PRIMERA EDICIÓN]
Semana 1
Semana 2
Semana 3
Semana 4
Semana 5
Semana 6
Semana 7
Semana 8
Semana 9
Semana 10
Semana 11
Semana 12
Semana 13
Semana 14
Semana 15
Semana 16
Semana 17
Semana 18
Semana 19
Semana 20
Semana 21
Semana 22
Semana 23
Semana 24
Semana 25
Semana 26
Semana 27
Semana 28
Semana 29
Semana 30
Semana 31
Semana 32
Semana 33
Semana 34
Semana 35
Semana 36
Semana 37
Semana 38
Semana 39
Semana 40
Epílogo
Cuarenta problemas

Semana 3

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By melaniabernal

¡Maldición! Iba a llegar tarde, muy tarde.

Cepillé mis dientes con una mano mientras preparaba la carpeta con los documentos y bolígrafos con la otra. Introduje los libros de esquinas arrugadas en mi mochila y entré en el cuarto de baño para enjuagar mi boca. Me calcé los zapatos de charol que conjuntaban con la falda —en lo que llevamos de año, era la primera vez que me la ponía— y deslicé los brazos por la chaqueta oscura. Eran las nueve de un miércoles que comenzaba bastante mal. Debido a las primeras náuseas, las cuales decidían manifestarse antes de dormir o al levantarme, y por trasnochar con Alexia, había dormido más de la cuenta. El despertador sonó, por supuesto que lo hizo, pero me hallaba tan sumida en mi sueño que no lo escuché.

—Por fin aparece, señorita Miller —dijo el profesor en cuanto abrí la puerta del aula—. ¿No le parece suficientemente motivadora mi clase?

—Lo siento, anoche dormí mal —mentí en parte—. No volverá a pasar.

—Continuemos con la lectura de la página 230 —añadió.

Tomé asiento detrás de una chica cuyo cabello parecía rosáceo y abrí el libro por la página indicada. Mi estómago rugió al igual que un león, recordándome la ausencia de desayuno. Durante los últimos días Alexia se había comportado como mi niñera: me traía comida en los momentos más inesperados y evitaba que llenase el dormitorio de vómito. No había visto a Dimitri desde el lunes de la anterior semana, cuando lo visité en su facultad, y dentro de medio mes se celebraría su boda. Tenía los días contados para confesarle mi estado.

La clase se terminó más rápido de lo esperado, así que me deslicé entre el tumulto de gente que se apresuraba a abandonar el aula. Mi horario era holgado ese día, solo tuve que guardar mis materiales en la taquilla e intercambiarlos por los de la próxima clase. Estaba hambrienta, famélica, pero sabía que si comía algo terminaría echándolo horas o minutos más tarde.

Al final, opté por sacar de la máquina expendedora una chocolatina con trozos de almendra que devoré sin masticarla bien. Limpié las comisuras de mis labios, arrojé esos envoltorios pringosos a la basura y asistí a la próxima hora: Arqueología.

¿Dónde estás? Me aburro mortalmente.

El mensaje de Alexia iluminó la pantalla de mi móvil, el cual escondí en mi regazo para que el profesor no se percatase de que lo estaba usando. Tecleé tan rápido como mis dedos me permitían, sacrificando ciertas letras por el camino para no demorarme. De seguro ella estaba de regreso en la residencia y olvidó que nuestros horarios eran diferentes casi todos los días de la semana.

Mi móvil falleció poco después, aunque no pude decir lo mismo de mis mareos.

Las paredes de la clase daban vueltas a mi alrededor y la voz del profesor parecía distorsionada. Me percaté de que sudaba; mi espalda estaba impregnada de una capa húmeda que incrementaba con cada nueva náusea. Un eructo casi escapó de mi boca, señal de que no podría retener el vómito por más tiempo. Recogí mis pertenencias y, haciendo caso omiso a la expresión del profesor, abandoné la clase.

Fijé la mirada en el suelo y no me di cuenta contra quién impactó mi brazo mientras caminaba hacia los baños de mujeres. Conseguí llegar tras un costoso recorrido y me encerré en uno de los aseos vacíos.

Me arrodillé frente a él y expulsé lo poco que contenía mi estómago.

—Deja descansar a tu madre —susurré para mi vientre—. Por favor.

Tiré de la cadena y regresé al área de lavabos.

Ahogué una exclamación y tropecé con mis propios zapatos cuando vi quién estaba frente a mí. Tuve que aferrarme a la puerta del baño contiguo para no terminar tendida sobre un suelo húmedo de procedencia desconocida.

—¿Te encuentras bien? —Dimitri tensó la mandíbula.

—Sí. Perfectamente. Gracias por mostrar preocupación por mí.

Lo aparté de mi camino y abrí el grifo. Llené mi boca con agua y eliminé el asqueroso sabor adherido a mi paladar y lengua; luego, formé una copa con las palmas de mis manos para refrescar mi rostro.

Al terminar, me encontré con su apagada mirada a través del espejo. En esos instantes tenía la oportunidad para confesarle la verdad, sin embargo, no consideraba buena idea contarle que sería padre en los cuartos de baño de una universidad, donde cualquiera podría entrar sin previo aviso.

Me sentí tan mareada que prácticamente tomé asiento sobre el mármol que conformaba el lavabo, atrayendo del todo su atención.

—Me gustaría que te marchases. Estás en el baño de mujeres —exigí.

—Estás disgustada, lo entiendo. —Frotó la barba sin afeitar desde hacía días—. Te buscaba. Venía a disculparme por mi estúpido comportamiento, pero he comprobado que has adoptado la misma actitud que yo.

—¿Pensabas que estaría llorando desconsoladamente en mi dormitorio porque un tío me desvirgó y luego intentó fingir que no existo? —Arqueé una ceja, imitando ese egocentrismo suyo—. Pues creo que se confunde de persona, profesor Ivanov.

—Tú invitación a la boda sigue en pie. No hablaba en serio —prosiguió pese a mi tono hosco e irónico—. Lo siento, de verdad. Fui un imbécil contigo. Entré en pánico cuando te vi aparecer en la puerta de clase.

—Disculpas insuficientes aceptadas. ¿Podrías marcharte ahora?

Me sostuvo la mirada durante algunos instantes. Estaba segura de que, en este preciso momento, Dimitri analizaba mis facciones cansadas. Las ojeras habían crecido como manchas púrpuras bajo mis párpados, mi piel palidecía con cada náusea que sacudía mi cuerpo. Me encontraba demasiado débil como para iniciar una nueva polémica. Lo único que requería era de una cama blanda y algo frío que aliviase mi malestar corporal.

Olvidándome de mis problemas, decidí estudiar su rostro: él también se mostraba cansado, no pude evitar cuestionarme la causa.

Dimitri Ivanov tenía la vida perfecta: un padre adinerado que le proporcionaba aquello que él deseaba; organizaba celebraciones en lugares tan costosos que, para acceder a ellos, yo debería vender un riñón. Además, estaba a punto de casarse con una chica que lo complacería en todos los sentidos. Aun así, a pesar de los pensamientos negativos que se filtraban en mi mente, mi corazón se revolucionó ante su presencia, pues recordaba la calidez de sus manos rozando mi piel mientras me quitaba la ropa y sus labios buscando los míos para asfixiar los gemidos que nos delatarían.

Tensé la mandíbula y apoyé ambos pies en el suelo. Esperé a que él saliera del baño de una maldita vez. Revivir la escena de sexo desenfrenado era tortura suficiente, no necesitaba añadir más recuerdos para aumentar la culpabilidad.

Al fin y al cabo, me había acostado con el prometido de mi amiga.

—Deberías ir a un médico —comentó al fin—. Lo digo en serio, tienes un aspecto horrible. ¿Ha pasado algo? Solo intento ser amable. Si te molesto, te dejaré a solas, me marcharé en este mismo instante.

¿Por qué hacía eso? ¿Quería volverme loca? Moví el cuello hacia los lados cuando una nueva oleada de náuseas me inundó y no tuve más remedio que adoptar una pose fría y arisca. Pensaba, más bien ansiaba, confesárselo en ese mismo instante, compartir la latosa carga que soportaba. Pero al ver el arrepentimiento en su mirada, y al oír las voces femeninas que resonaban en el pasillo, me acobardé.

—Es un resfriado. —Me encogí de hombros—. Y sí, por favor. Vete.

Él asintió y se ausentó con la misma presteza con la que había aparecido. La impotencia llegó a mí tras unos instantes, me aferré al bordillo del lavabo para no echarme a llorar como una niña de cuatro años. Asumiría mi responsabilidad y la culpa de los hechos. Le confesaría mi estado. Lo haría.

Tarde o temprano tendría que hacerlo.

Traté de convencerme de esa idea antes de abandonar la universidad. La mochila pesaba tanto que la transporté en mis brazos en lugar de cargarla en mi espalda, como de costumbre, y me apresuré a adentrarme en la residencia.

Una vez más me topé con la soledad del dormitorio. Alexia brillaba por su ausencia. Me hubiera gustado encontrarla en su cama, con la música retumbando en las ventanas y cantando como si estuviese convencida de que ganaría un concurso musical. Arrojé mis pertenencias sobre el escritorio que compartíamos, distinguiendo folios repletos de garabatos sobre bandas de música o uniformes de las últimas pasarelas de modelos. Mientras recogía el pijama y el desorden que había creado al levantarme, me percaté de lo que había entre la almohada que empleaba para dormir.

Fruncí el ceño y regresé sobre mis pasos.

Había cerrado el dormitorio con llave al salir. Nunca lo olvidaba puesto que a algunos compañeros les parecía placentero invadir las habitaciones de los demás para ensuciarlas o desvalijarlas. Entonces, ¿cómo habían depositado esa tarjeta sobre mi cama? Me apresuré a tomar el sobre de color beige y textura arrugada. Rasqué con las uñas la pegatina dorada que lo mantenía cerrado y la abrí para descubrir una nota cuya caligrafía reconocí de inmediato:

Querida Catherine.

Con motivo de la celebración de mi compromiso, me complace invitarte a mi fiesta de despedida de soltera. Tendrá lugar el próximo sábado por la noche, en la dirección que especifico al terminar la redacción de esta carta. He preparado un pase similar a este para Alexia. ¡Házselo llegar, por favor! Espero que ambas podáis asistir, pues no me imagino esa noche sin la compañía de mis dos mejores amigas. ¡No lleguéis tarde!

Con todo su cariño,

Svetlana.

Deslicé la carta de nuevo en su interior. Mis movimientos se asemejaron a los de un robot oxidado: pequeños y torpes. Tomé asiento en la silla del escritorio y moví las uñas sobre la madera de roble, reflexionando en el significado de sus palabras y en las mentiras que emanarían de mi boca esa noche. Necesitaba una excusa para ausentarme. Una buena excusa.

Rememoré la dirección y caí en la cuenta de que se trataba de la casa de Dimitri en las afueras de Manhattan. Probablemente Svetlana nos invitaría a tomar un baño en la piscina olímpica que pronto sería de su propiedad o nos ofrecería bebidas cargadas de alcohol que yo rechazaría. ¿Qué haría si Dimitri se encontraba en la casa? Pese a ser una fiesta para chicas, nada le impedía al dueño de la mansión estar presente en un despacho. Él no era tonto: me había visto vomitar y casi desfallecer después de nuestro encuentro. Lo averiguaría e iría en mi búsqueda.

Aunque, pensándolo bien...

Recuperé el control del repentino ataque de ansiedad y preparé los mensajes de texto. Uno lo envié a Svetlana para confirmar mi asistencia. Si no era erróneo, me encontraba en la tercera semana de mi embarazo, es decir, que estaba a punto de superar el primer mes de gestación. Mi complexión delgada no sufría de alteraciones todavía y los bañadores no mostrarían más que unos pocos pliegues naturales, esos que todas las mujeres y hombres poseen. Redacté el segundo texto, aunque no llegué a enviarlo. La cabeza rubia de Alexandrina se adentró al dormitorio con varias bolsas de plástico en sus antebrazos. No necesité echarles un vistazo para saber que se trataba de comida.

—Iremos a la fiesta —afirmó con la boca llena de comida.

—¿Qué otra opción nos queda? —Apoyé la planta de los pies en la silla. Usé el impulso del escritorio para aproximarme a su cama y abracé las piernas contra mi pecho—. Si me quedo encerrada, sospechará algo. Dimitri también sospechará. No puedo arriesgarme a que Svetlana averigüe lo que su prometido y quien se supone que era su amiga llevaron a cabo a causa de unas copas.

—Un momento, ¿estás asustada de contárselo a él o es Svetlana la que más temor despierta en ti? Porque sus personalidades son dispares.

«Ambos me aterran», quise responder.

Sin embargo, fingí desconocer la respuesta. La ira de Svetlana se desataría sobre mí al igual que un huracán y, si eso no era demasiado destructivo, podría sobrevivir al mismo. Pero Dimitri era una historia diferente y enrevesada. Sus lazos en Manhattan se limitaban a Svetlana y a la empresa familiar, o de eso tenía constancia. En cuanto uno de ellos llegase a su fin, dispondría de libertad para marcharse a donde quisiera. Y eso incluía la alternativa de abandonarme si rechazaba al bebé.

Me trasladé a la cama de mi mejor amiga y cubrí mi cabeza con la manta que desprendía olor a frambuesas.

Quise avisarle de que tomaría una siesta para sentirme más descansada,pero me quedé dormida de inmediato, con la petición atrapada en mi garganta ycon un remolino de pensamientos que protagonizarían mis próximas pesadillas.

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