3. Castidad escarlata

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—¡Por el amor a Dios, señora! ¡No me hagáis eso otra vez! —dijo entre jadeos Mariam, colocando su mano en el pecho para tratar de recomponerse de su carrera—. ¡Debemos volver ahora mismo a Castillo o si no mi pesadilla de las letrinas se hará realidad!

Debido a que seguía muy aturdida por lo que había acontecido hace apenas unos segundos, no fue capaz de contestarle a su dama. Hasta después de varios minutos, al escuchar que esta le seguía farfullando azorada. Por lo que Catalina le agarró del brazo, y se apresuraron lo más rápido posible de nuevo a Castillo.

Cuando por fin llegaron fatigosamente a orillas del gigantesco rastrillo de hierro, se dieron cuenta de que les sería imposible ingresar por el mismo, puesto que la comitiva ya había llegado, y junto a ellos se hallaban varios lores de la corte para recibirlos. Después de darle muchas vueltas a la situación, Mariam condujo con prontitud a la monarca por un misterioso pasaje secreto. 

Ubicado, en la parte izquierda de la extensa muralla que resguarda al antiguo Castillo, tal pasaje era una puerta oculta y cubierta de musgo entre unos árboles y arbustos, y que daba directo hacia el verdoso y poco utilizado patio que adorna uno de los laterales de la entrada principal. Ni siquiera tenía la más remota idea de que, porque Mariam sabía tal paso, y tampoco se iba a quedar con la incertidumbre, le aseguró con mirada firme a la mujer, que muy pronto ese sería un tema a tratar muy seriamente entre ellas dos.

Sin tanta entretención, siguieron su camino hacia las cocinas, donde se aproximaron con mucho cuidado a uno de los cuartos de servicio para dejar colgadas sus caperuzas negras. Por poco se les paraliza la sangre, cuando al salir de ahí se encontraron abruptas a la castaña de vista esmeralda.

—¡Mi señora, gracias a Dios ya apareció! —habló Edine, soltando un profundo suspiro de alivio, mientras juntaba sus manos—. El séquito de su Alteza acaba de llegar y esperan que se les confirme para entrar a veros.

—Ya nos hemos dado cuenta, Edine —afirmó con obviedad Catalina, al ver a su alrededor gente corriendo y murmurando por doquier—. Pero si Esmé había dicho que el Vikingo llegaría aproximadamente en una semana.

—Parece ser que, avanzaron por las noches y... —sacudió su cabeza varias veces—, eso no importa, Lady Little la está esperando en vuestros aposentos para arreglarla y desde ahorita os aviso que anda ya de malhumor. Me mandó a buscarla con la sentencia de que si no la encontraba, me obligaría a lavar todas las letrinas de la corte —dijo con voz trémula, apretando con fuerza sus manos.

Parece que a mi nana, le encanta mantener horrorizadas a mis damas y servidumbre con el tema de las letrinas.

—¡Lo veis, señora! ¡Lo de las letrinas no es una broma! —replicó Mariam, con el mismo tono de la otra. Ambas parecían que iban a desfallecer prontamente en el frio piso.

—Andando mujeres.

Pasando brusca en medio de las dos, la monarca apretó el paso. Las otras no tardaron en seguirle casi corriendo hasta los aposentos. Encontrándose al llegar a una señora Little que maldecía con fervor las ropas, el Castillo, a su propia vida y a la joven de cabelleras pelirrojas y ojos caoba, Lesly. La pobre ya palidecía con sus hombros encogidos y pies, en una de las esquinas.

—¡Por todos los cielos, nana! Lesly está a punto de desmayarse —reprochó Catalina.

—¡Al fin! ¡El príncipe ya está aquí! —exclamó Little, aproximándose y sin prestar atención al reproche contrario—. ¿Dónde andabais? ¿Acaso, estabais de nuevo en la torre?

—Bien sabéis, que hace años que no hago eso... —respondió sin expresión—. Solo he ido a caminar por los jardines junto a Mariam, y hemos perdido la noción del vasto tiempo.

Coronada en Gloria ©Where stories live. Discover now