62. Sombras a la acecha

317 5 0
                                    

Con penumbra a diestra y siniestra, poco aire fresco que hacía pesar los pulmones y el chillido de uno que otro roedor merodeando entre grises grietas, el calabozo se vio acompañado con los gritos y lamentos clamorosos de su nuevo y gran huésped.

—¡Su Gracia, piedad! ¡Por favor, piedad!

Volviendo a ignorar ese ruego y los escalofríos que le ocasionaban ese recóndito lugar, la joven monarca guio su entera atención hacia el hombre enviado por el mismísimo ministro principal de Nápoles.

Como intuyó, su plan salió a la perfección.

—Mandadle mis agradecimientos al ministro Bianchi, decidle que sus atentaciones y lo que hizo por mí jamás lo voy a poder olvidar.

—È stato un vero piacere, Vostra Grazia. Esperando, que aquello quede por olvidado.

—¡Su Gracia! ¡Piedad! ¡Por favor piedad!

—Enteramente. Para deciros que ya ni me acuerdo —elevó ambos hombres, fingiendo complacida demencia—. ¿Y qué pasó con él otro asunto que encomendé? La información sobre el tal Vizconde de Beauchamp. Espero me la hayan conseguido, porque si no mi cabeza si empezará a... ricordare.

—No os preocupéis con ello tampoco —calmó su animosidad—. Lo hicimos también. Hemos investigado y llegamos a la conclusión de que no hay nada sospechoso en ese hombre. Si está residiendo en Nápoles hace un dado tiempo, pero por cuestiones de comercio familiar. Pasa su mayor tiempo en su residencia. Y pocas veces sale. Es como deciros insulso, corriente... invisibile.

¿Entonces? ¿¡Eso quería decir que vuelvo al principio del camino con el Sea quien sea!?

Creyó que tendría que ver en la desaparición repentina de Francis y reaparición, supuesta y después comprobada, en Nápoles. Quizás como una confabulación católica en la cual se envolvió. Pero parecía haberse equivocado. 

Una vez más.

—De nuevo gracias entonces. Espero no estén mintiendo, porque igual un día lo sabré...

—¡Piedad! ¡Su gracia, por favor! ¡Piedad!

—Tened por seguro que no nos atreveríamos. Nos habéis sorprendido para bien o mal —calló y torció el gesto con el estrepitoso sonido de unos barrotes de hierro siendo sacudidos—. Si eso es todo que lo que queríais de nosotros, pasó a retirarme con discreción. Esta reunión nunca pasó. Ciao ciao.

—Ciao ciao —le vio irse con una reverencia.

—¡Su Gracia, piedad! ¡Por favor, piedad!

Rodando sus ojos con ira, la joven monarca se dirigió ahora hacia Bothwell. No había cambiado tanto, solo le había crecido más el cabello y la barba en un dorado oscuro.

—Ahora bien —le miró agudamente—. Si me contáis todo sin más mentiras puede que os redimáis. Ante mis ojos y los vuestros, ante todo. Para que por lo menos salvéis vuestra alma de la sombra y eterna condenación.

En un gemido doloroso, este rompió débil en llanto y dejó de agitar como loco los barrotes.

—Es que os lo juro que no tengo nada que ver. Nada. Si hice mal contra James y os usé a vos... Pero no me he aliado con ningún enemigo vuestro inglés. Esas correspondencias si eran mías, si lo eran y lo acepto, lo hago, pero las recibía porque si...

—¿Estáis diciendo que sois tan estúpido como para confiar en un desconocido que os ofrece ayuda sin nada a cambio? ¿O me creéis aun o todavía más estúpida a mí? —cuestionó.

—¡Es la verdad! —gimoteó, no pareciendo mentir o tratando de hacerlo—. Las leí y la idea me convenció retorcidamente que las usé sin más, sin pensar porque las recibía o de quien eran... Así cual dicen, a caballo regalado no le miréis el diente... Por favor perdonadme. Tampoco tuve que ver en mi huida, unos hombres me sacaron de aquí a la fuerza tapando mi rostro. Yo no quería...

Coronada en Gloria ©Where stories live. Discover now