29. Indiscreciones

251 6 2
                                    

—¿Qué pájaro es ese? —señaló con copa en mano, otro de los cuadros en la pared; uno donde Catalina que fue retratada a los seis.

Esta entrecerró sus ojos hacia la pared, para poder contestarle. Sintiendo un leve mareo, que distorsionaba bastante su clara visión.

—Un halcón... —dijo dudosa.

—¿Halcón? ¿Cómo es que a esa edad, que seguramente teníais, podíais manejarlo?

—Ahí está el gran secreto, no era real. Era un muñeco de trapo. Que encima, tuvieron que cocer a la manga de mis vestidos porque yo nunca me quedaba quieta y se me caía a cada rato. Creo que el más grande sueño del señor Vanson, siempre ha sido cambiarme a mí por un muñeco de trapo, para poder pintar mis cuadros más fácilmente y sin tantos retrasos. O... costurarme a mí al suelo o al banquillo.

La joven monarca se desconcertó al instante, cuando comenzó a oír la risa del otro. Jamás, le había visto a Erik tan siquiera sonreír con sinceridad y ahora le miraba hasta reír. Y no una risa simple, sino una escandalosa. ¿Sería por las copas y vino? ¿La intimidad? ¿O qué?

Pero, ¡y que va la razón! Ella, sin negarlo, se estaba deleitado de esa visión a la luz de las velas. Pudiendo apreciarle, cómo se elevaba su bigote y dejaba a la mirada su dentadura perfectamente perlina. Era un complemento que quizá nunca pensó que podía ver de él, y que con toda honestidad, solo lo hacía ver a sus ojos todavía más atractivo de lo que era.

—Erik... —lo llamó todavía incrédula, pero extasiada de esa visión—. ¿Sabéis algo? Vos y yo ya nos habíamos conocido antes de lo del —extendió risueña una de las caídas de seda sobre su cara, aludiendo a lo del velo rojo.

Este hizo una extraña mueca desconcertado.

—Lo dudo mucho, nunca olvido rostros.

—Pues así fue —dejó su copa—. Yo era la que se os atravesó en el camino mientras veníais con vuestra escolta tan real hacia el Castillo...

—¿Vos? —dudó, entrecerrando sus ojos divertidamente. Este no parecía su Erik.

—Aja. ¿En qué demonios estabais pensando cuando le disteis una moneda de oro danesa a una mujer escocesa y encima diciéndole: "Dios os bendiga" en alemán? —se burló.

—No tengo ni idea. Fue lo primero que se me ocurrió en el momento. Y ahora que lo habéis pronunciado en voz alta, sí que suena muy ridículo. Disculpadme, no tenía idea de que erais vos. ¿Y cómo iba a saberlo? Si andabais fuera de aquí y vestida además como de...

—Cuidado —le advirtió todavía cálida.

—Iba a decir de incógnito —él se hizo el ofendido—. Divinamente natural. Si... Ya lo recuerdo. Así como estáis ahora. Creo que os mirabais, o bueno, os veis muy... perfecta.

—¿Perfecta? —mofó—. Ahora lo entiendo todo. Cuando bebéis demasiado os sale vuestro lado danés de... fiero adulador.

Ella ahora se carcajeó; estrepitosamente.

—¿Y... no os agrada nada? —interrogó suelto, colocando su copa a un lado, para acercarse con cautela hacia ella. Sin perderse el hábito cotidiano de intimidarse mutuamente, pero esta vez no por cólera—. Decidme... —ambos continuaron, hasta que la monarca perdió el equilibrio, y se lo llevó todo sobre su cuerpo.

Ahí la palabra ya no quiso resonar de parte de ninguno, solo el ruido de sus tan agitadas respiraciones al ritmo de sus rostros cercanos y lejanos a la vez. Era como jugar con fuego. Un fuego muy peligroso y tentador. Y más al verle a los ojos. Ese azul profundo y oceánico solo llamaba a la devastación del pecado o... al goce celestial. A la tempestad y la calma. 

Coronada en Gloria ©Where stories live. Discover now