Anexo I. Monstruos en el bosque

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David hizo un último gesto que repitió al cabo primero, que no era el único pendiente de él, justo un momento antes en que intuía que lo que se avecinaba estaría lo suficientemente cerca. Entonces, una salva de flechas volaron desde todas las direcciones hasta converger en un mismo punto, y los demonios salieron de los árboles a Claro Silencioso en el momento preciso para recibir la lluvia armada.

Eran bestias gigantescas, con huesos afilados que les salían desde la columna, dos pequeños ojos en mitad de una cara deforme, sin nariz, y un medio hocico con dientes que sobresalían desde la mandíbula inferior. Estaban recubiertos de pelo grueso, por lo que las flechas no pudieron hacerles más que cosquillas. Había un número considerable, unos diez o doce. Y allí solo había treinta hombres. 

Los soldados, que habían preparado las armas, formaban una doble u invertida en dirección a la procedencia de los demonios. La formación delantera preparó las herramientas de asedio y los de atrás desenfundaron sus espadas de material azul y se prepararon para recibir órdenes. 

En cuanto David hizo el gesto indicado, los doce soldados delanteros, que se veían como ratones desde la torre, lanzaron sus cuerdas con doble gancho amarrado a un extremo y estas se clavaron en la piel de los monstruos delanteros. La primera fase había salido con éxito y David dejó salir la tensión de su pecho. 

Echó un breve vistazo a Gabrielle. Concentrada en el objetivo, esperaba la orden de su superior directo, y este a su vez esperaba la orden de David. 

Pero el sargento primero no vio que los monstruos habían tirado de los cables, y cuando su rugido le devolvió la atención al campo de batalla, ya era tarde para reaccionar. 

David dio la orden tan pronto como le fue posible, pero antes de que llegaran las flechas, los demonios habían tirado de las cuerdas con sus garras prensiles e hicieron caer a algunos de los soldados que los mantenían presos. La fila de atrás reaccionó con suficiente rapidez para acercarse y cortarles los tendones con las espadas de zafiro. Los demonios rugieron con más intensidad, enfurecidos, y con todas sus fuerzas arremetieron con sus brazos contra todo lo que encontraron por delante. 

Un soldado fue el objetivo de sus manotazos, y su frágil cuerpo salió disparado hacia los árboles como una pelota bateada, ante la conmoción de sus compañeros que gritaron su nombre, ante el grito ahogado de David que apretó los nudillos y echó el cuerpo hacia adelante como si tratara de impedirlo. Si no lo había matado el golpe, moriría con el impacto contra el suelo.

David se echó ambas manos a la cabeza. Sintiendo cómo se originaba un huracán en su estómago, dio imperantes órdenes a todo aquel que lo mirara, los cabos se afanaron en transmitirlas y el resto de soldados cumplieron con la mayor eficacia que podían extraer de sí mismos. 

Repitieron la estrategia con el resto de demonios. David, fuera de sí, daba una orden tras otra y los soldados se movían con velocidad. Quedando siete demonios, los soldados formaron un círculo a su alrededor y, con una coreografía estudiada que confundía a los monstruos, les fueron rajando las patas que tocaban el suelo sin que ellos pudieran evitarlo. Uno por uno fueron cayendo como árboles talados, hasta que el último se precipitó y los atacantes se alejaron.

Al final de la batalla, Claro Silencioso y el campo de stäl habían quedado destrozados. Como la moral del sargento.

En el silencio y la quietud, David sintió cómo su interior se hacía pedazos. Apoyados ambos brazos en la barandilla, miró sin ver el campo de batalla. Los soldados se sentaban en el suelo, inermes, extasiados, al lado de los cuerpos de los demonios muertos. Se quitaban la máscara y se limpiaban el sudor de la frente con los guantes, se tocaban los hombros doloridos, se preguntaban unos a otros si seguían de una pieza. Alguno sufrió un desgarro en el traje que le causó feas heridas y sus compañeros intactos les ayudaban a caminar hasta la caravana para curarse. 

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