Peleas y una confesión

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Thomas y Sieglinde corrían a través de los pasillos de la Cancillería esperando que ninguna persona de alto mando los descubriera y la delataran ante Hitler por mala conducta

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Thomas y Sieglinde corrían a través de los pasillos de la Cancillería esperando que ninguna persona de alto mando los descubriera y la delataran ante Hitler por mala conducta. A la menor, de tanto tiempo que había pasado con el americano, se le había olvidado que iba a cenar con los gemelos Mussolini y ya era tarde.

Solo faltaba una semana para llegar la mayoría de edad y sabía que los gemelos se enojaban si alguien más los felicitaba primero que ellos, ni siquiera el Führer. André siempre quería ser lo primero en todo con Sieglinde. Al llegar a una de las salas, creyendo que habían llegado a tiempo, se encontraron con el mayor de los italianos cruzado de brazos.

—¿Qué creen que están haciendo? —André miró a Sieglinde con un falso enojo. Jamás se enojaba con ella, pero con Thomas... ese era otro cuento.

Sieglinde se acercó con una sonrisa que siempre lo desarmaba y lo tranquilizaba.

—Lo siento, se nos pasó el tiempo. Lo importante es que llegué justo a tiempo para que podamos ir a cenar. —André sonrió con ternura al escucharla. En esas entró Flavio al lugar.

—Sigi, ya llegaste. —La agarró de la mano y sonrió —. Ven, quiero mostrarte algo. —El italiano la jaló con delicadeza saliendo los dos de la sala.

André y Thomas se quedaron mirando la escena, luego se miraron el uno al otro y no dijeron nada. No es que tuvieran que decir algo. La cara del italiano mostraba enojo mientras que la del norteamericano reflejaba serenidad y confusión. Se notaba perfectamente que los dos no podían coincidir en un solo lugar y llevarse bien si no estaba alguien con ellos.

A la mierda la cordialidad entre sus padres, ya no se soportaban la presencia del otro.

—¿Qué es lo que pretendes con Sieglinde? —preguntó André.

—¿Eh?

—La pregunta fue muy clara, Roosevelt. Yo soy el único que la puede amar sin lastimarla. Además del hecho de que eres norteamericano, el padre de Sieglinde no te querrá, te lo puedo asegurar.

—¿Y por qué crees que la voy a lastimar? A mí me gusta Sigi. —Escuchó lo que dijo y negó con la cabeza antes de mirar a esos ojos esmeraldas que solo reflejaba odio —. No, esa no es la expresión correcta. Estoy enamorado de Sieglinde.

El italiano se vio totalmente sorprendido ante esa respuesta, tanto que sólo pudo abrir la boca sin emitir palabra. Hiper ventilaba y se apretaba los puños, más que una sensación de rabia parecía tener un ataque de pánico, se dio cuenta que su cabello estaba desarreglado e intentó hacer todo lo posible por mantener cada hebra en su lugar, pero no podía. No podía después de lo que había escuchado.

—Eres un mentiroso, Thomas.

—No tengo la necesidad de mentir, André. A. Mi. Me. Gusta. Sieglinde.

El rubio no se dio cuenta en qué momento terminó en el suelo su rostro estaba morado y le dolía. Después de levantarse con dificultad por el aturdimiento, vio como André se masajeaba sus nudillos. Había sido un golpe bastante fuerte, tenía que admitir que no lo había visto venir.

La Esposa del Reich [✓]Where stories live. Discover now