El captor

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Valentina nunca había sentido tanto dolor. Ni cuando colgó de la cruz en el campamento doriano, tampoco cuando había sido azotada y menos cuando fue encerrada en aquel pequeño armario durante varias horas. El peso adherido a sus tobillos, mediante la cuerda utilizada por aquel hombre, estaba afectando sus brazos, sus hombros, sus muñecas y su espalda. Cuando fue crucificada, solo se vio obligada a cargar con su propio peso, pero ahora el par de piedras aumentaban su sufrimiento y su dolor de una forma inimaginable. Sintiendo cómo las lágrimas rodaban por sus mejillas, solo podía pensar en la forma cómo la vida la castigaba de manera cruel e injusta. No encontraba la razón por la cual esto le estaba sucediendo. Recordó haber sido una buena niña en las épocas vividas al lado de su familia, y una buena muchacha en su vida como esclava, a pesar de los sufrimientos y castigos infligidos por los dorianos. Tampoco podía olvidar la razón por la cual ahora colgaba de la rama de aquel árbol al lado de la muchacha de cabellos rojos: había puesto sus pies descalzos en su nación, lugar en donde estaría segura y podría contar con la protección de su familia y sus connacionales. Pero había decidido regresar en busca de su compañera de fuga y se había sacrificado al haberse esforzado para encontrarla en un bosque oscuro y tenebroso. Se había portado como una muchacha noble y solidaria solo para terminar perdiendo nuevamente su libertad. ¿Pero acaso sería un merecido castigo por haber asesinado a aquel hombre de la carretera? Pero había sido en defensa propia; había sido necesario hacerlo para evitar el regreso al campamento doriano y a una vida de perpetua esclavitud. No había razón para culparse de aquello. Nunca había pedido ser esclavizada, tampoco azotada mientras era obligada a realizar trabajos pesados y tampoco a ser crucificada por haber tratado de defenderse. Ahora preferiría morir en lugar de seguir recibiendo los tormentos de aquel hombre o de verse obligada a regresar al campamento doriano o a lugares aún peores como las minas de carbón o las galeras.

Aparte de su sufrimiento, tanto físico como mental, la atormentaba escuchar los lamentos de Bárbara. La joven pelirroja no paraba de quejarse entre sollozos mientras zarandeaba su cuerpo de un lado a otro en un vano intento por liberarse de sus amarres. Pero fue la voz de su captor el encargado de sacarla de sus pensamientos.

-Malditas esclavas –dijo el hombre acercándose a ellas, portando un látigo en una de sus manos-, no sé si debería regresarlas al campamento y recibir una buena recompensa o dejarlas aquí como mis servidoras particulares...

-Es mejor que nos mate, nunca vamos a regresar a esa vida de esclavitud –logró decir Valentina en medio de su dolor –la respuesta a sus palabras se vio a través de un violento latigazo propinado en sus muslos. El dolor se intensificó llevándola a zarandearse de la misma manera como Bárbara lo había estado haciendo minutos antes.

-Maldita zorra, si me gustaran las mujeres, ya sabes lo que podría hacer contigo, pero ustedes no son más que animales de trabajo pesado y merecen ser tratadas como tal –alcanzó a decir el hombre antes de soltar un segundo latigazo sobre el estómago de Bárbara, logrando hacerla gritar y zarandear de un lado a otro a pesar del peso suspendido de sus tobillos.

-¿Por qué nos hace esto? No le hemos hecho nada –dijo Valentina mientras trataba de enfocar su mirada en el rostro del hombre.

-¿Crees que no sé que ustedes dos han roto la ley? Han escapado de alguno de los campamentos de esclavas y ese es un crimen que se debe castigar –el látigo volvió a golpear a Valentina, esta vez sobre la parta baja de su espalda, provocándole una nueva zarandeada y un grito de intenso dolor.

-No somos esclavas –dijo Bárbara en medio de su llanto-, somos de Blondavia, nos estábamos bañando en el río para la corriente nos obligó a buscar la orilla más próxima y terminamos de este lado.

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