El Campamento

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Estefanía odiaba los domingos. A pesar de verse sometida a penosas labores durante la semana, no soportaba permanecer el día entero encerrada en aquella oscura mazmorra, levemente iluminada por una antorcha ubicada al final del pasillo. Habían pasado tres meses desde su traslado a aquella sección del campamento de esclavas, y sin embargo, no lograba acostumbrarse a soportar aquel grillete sujeto a su tobillo izquierdo, fundido este a una cadena de no más de tres metros, la cual parecía haber sido sembrada en el interior de la gruesa pared de roca sólida. No era su primera temporada con esa clase de restricciones, pero esta vez el encargado de acomodar el fastidioso objeto metálico se había ensañado con ella, dejándolo un poco más apretado, si se comparaba con otras ocasiones. No había valido de nada su protesta, siendo una bofetada en su bello rostro la única respuesta recibida. Tampoco se acostumbraba al piso de tierra y paja, el cual hacía las veces de colchón en sus oscuras e interminables noches. En años anteriores no había disfrutado de un tipo de acomodación diferente, pero al menos las mazmorras de las niñas por debajo de los dieciocho años tenían algo más de paja, lo cual las convertía en lugares un poco más confortables. Recordaba su primer día en aquel horrible campamento, seis años atrás, cuando fue obligada a pelearse con su hermana, escasos minutos después de haber llegado: <<Aunque aquí nadie guste de las mujeres, reconocemos la belleza cuando la vemos y creo que tenemos aquí a dos preciosas gemelitas>>, les había dicho un hombre blanco, de contextura gruesa, cabellos cortos y negros, quien se presentaría como Parcer, capataz del campamento, y quien cargaba un látigo a uno de sus costados. <<Aquí las mujeres llegan a trabajar y la que no trabaje se puede atener a las consecuencias...>> Ella había mirado a su alrededor, sus ojos cansados de tanto llorar, llamándole la atención los grupos de mujeres jóvenes semidesnudas ocupadas en toda clase de labores. Así mismo, se fijó en las altas murallas rodeando gran parte del lugar, en las edificaciones de piedra de un solo piso, en un sinnúmero de postes de los que colgaban cadenas, y en algunas tenebrosas cruces y cepos de castigo. <<Pero como verán, aquí no permitimos esos lindos vestidos, así que su primer deber como esclavas del Imperio Doriano será deshacerse de ellos pero de una manera... diferente y divertida>>. No pasaron más de cinco minutos antes de ver sus pies desnudos sumergidos en una piscina de lodo, su hermana gemela parada a escasos centímetros de distancia. <<Van a pelear hasta quitarle la ropa a su contrincante. La que primero lo haga podrá comer y beber antes de ser encerrada y encadenada en su mazmorra, la que pierda no recibirá nada y pasará la noche trabajando... y créanme si les digo que no será un trabajo fácil>>, había dicho el hombre antes de verse a sí misa y a Valentina rodando y luchando entre el lodo, haciendo uso de toda su fuerza para librar a la niña convertida en su contrincante, de aquel traje invadido por la suciedad y el barro. Jamás creyó ser capaz de tratarla de aquella manera; siempre la había visto como un reflejo de su propio ser, hacia quien no podría sentir más que amor y comprensión. Pero a sus escasos doce años ya había escuchado hablar sobre la crueldad de los dorianos, ampliamente temida y conocida por todos los habitantes de los estados vecinos, siendo lo último entre sus deseos el llegar a ser objeto de sus crueles castigos. Pero la fuerza y la habilidad de Valentina fueron superiores a los suyos y escasos minutos después se vio a sí misma vistiendo únicamente sus pequeños calzones, su vestido hecho trizas tirado a un lado de la pileta, su cuerpo, su cara y su cabello totalmente cubiertos de lodo, su hermana llevando encima lo poco que quedaba de su, hasta hace poco, bello vestido, pero con la suerte de haber sido la ganadora. Entre las risas, las burlas y los comentarios de algunos de sus captores, fueron obligadas a bañarse con cubos de agua helada y a vestir un raído pedazo de tela de tono marrón lo suficientemente reducido para hacer las funciones de un pequeño calzón, el cual sería su única prenda de vestir por los siguientes años. Recordó haber recibido, entre llantos, las disculpas de su hermana antes de ver como dos hombres la agarraban por los brazos y desaparecían detrás de una puerta ubicada a poco menos de cincuenta metros. En seguida, el hombre del látigo la tomó por el brazo y la llevó con paso acelerado hasta un poso de agua situada en medio de una pequeña plazoleta rodeada de establos. Tomó una cadena del suelo de tierra apisonada, se la sujetó al tobillo para después asegurarla en una argolla enclavada en la pared del pozo antes de decirle: <<Vas a sacar agua por lo poco que queda de la tarde y durante toda la noche, ahí tienes esas cubetas para que las llenes –dijo mientras señalaba más de veinte cubetas dispuestas alrededor del pozo–, y cuando estén llenas le avisas al que esté de guardia y él te dirá qué hacer, y te recomiendo no detenerte si no quieres ser castigada>>. A pesar del llanto y las súplicas, el hombre la había mirado con desdén para después dejarla abandonada a su labor. Agotada por los dos días de camino, habiendo recibido muy poco alimento y con escasas horas de sueño, el peso ejercido por la cubeta, sobre el lazo que bajaba al fondo del pozo, fue demasiado para sus brazos, siendo pocas las cubetas llenas para el momento en el cual cayó desmayada. Recordó haber despertado en un sitio similar al que ahora se encontraba, igualmente encadenada a la pared y con un pedazo de pan duro y un pequeño jarro de agua a su lado. Había sido el comienzo de seis duros años, sobreviviendo a toda clase de injusticias y vejámenes.

Mirando ahora, a sus dieciocho años, los alrededores de su oscura mazmorra, recordó una vez más la conclusión a la que había llegado años atrás, cuando agradeció la benevolencia del caluroso clima, el cual la había salvado de morir de frio. El estricto reglamento solo permitía el uso del raído calzón, siendo muy pocas las partes de su cuerpo cubiertas por este. No importaba a sus captores el verla crecida y desarrollada, siendo la única razón valiosa para ellos el tener suficiente piel expuesta para ser castigada por el látigo, aquel instrumento de represión bien conocido por ella y por todas sus compañeras.

A pesar de tener cerca a Juliana, una bella chica rubia, encerrada en la mazmorra ubicada al otro lado del pasillo, no les estaba permitido hablar, acción que de ser descubierta sería castigada con una docena de azotes. Aquella clase de reglas había logrado, con el pasar de los años, el aislamiento mental y psicológico de las muchachas, aunque estuviesen rodeadas por docenas de sus compañeras. Solo les era permitido hablar cuando abordaban temas relacionados con el trabajo a realizar, para contestar las preguntas de los hombres, para dirigirse a ellos y en el escaso tiempo libre antes y después de la cena. Aquel estado había logrado desarrollar en Estefanía un ensimismamiento salido de toda proporción. Además de haber olvidado el significado de la palabra libertad, concepto perdido hacía mucho tiempo, había entrado en un estado en el cual su única preocupación era su propia supervivencia. A veces se preguntaba si valdría la pena vivir de esa manera, soportando unas condiciones totalmente adversas y sin la esperanza de un futuro diferente. Pero le tenía pánico a la idea del suicidio, de la muerte, de lo que pudiese venir después, si en realidad algo venía.  

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