CAPITULO 4O

16.3K 700 33
                                    

MIA


¿Cómo definirían el dolor?

Según el diccionario, es un sentimiento intenso de pena, tristeza o lástima, que se experimenta por motivos emocionales o anímicos. Sin embargo, nada de eso se asemejaba realmente a lo que estaba sintiendo.

Muchas veces en mi vida creí haber experimentado sufrimiento. En la escuela primaria, por ejemplo, cuando me peleé con una amiga, porque se había puesto de novia con el chico que me gustaba. O cuando murió mi perro Scooby y lo lloré por una semana entera. Y cuando tuve mi primer desengaño amoroso, a los catorce años; pensé que el mundo se  derrumbaba sobre mí.

Qué ingenua. Nada de eso era dolor. Ahora lo sabía.

Si me preguntaran qué era el dolor para mí, les diría que es algo desgarrador, asfixiante, insoportable e imposible de comparar con nada más. Que te absorbe por completo, inhibiendo tus reacciones y emociones. Que te paraliza, haciéndote sentir impotente. Como la nada misma.

Así me sentía desde que recibí ese mensaje, con la noticia que nunca hubiese querido recibir: como un saco de huesos y piel. Vacía.

Mamá no se despegaba de mí, más que para ir al baño. Y cuando lo hacía, siempre dejaba a alguien en su lugar; si no era Julieta, era Lucas. Él tampoco se movía de mi lado, y aunque no me sentía capaz de demostrárselo, realmente estaba muy agradecida por ello. Que me abrazara, me sostuviera en silencio, era un bálsamo para mí.

Lucas no intentaba consolarme con palabras vacías. Él, mejor que nadie, sabía que de nada servían. Me dejaba llorar cuando tenía fuerzas para hacerlo, me rodeaba con sus fuertes brazos cuando se lo permitía, y me traía cafeína para mantenerme despierta. Ni siquiera me obligaba a comer. Estoy segura que conocía muy bien la sensación de un estómago cerrado.

Cuando finalmente pude entrar a ver a mi papá, todas esas imágenes e ideas sobre él al borde de la muerte, recreadas en mi mente hasta entonces, cobraron vida. Todo pasó de suposiciones a realidad, y fue como si una tonelada de plomo cayera sobre mí. El padre hiperactivo, vital, el que siempre sonreía y amaba la vida, había desaparecido. En su lugar, había alguien que no reconocía. Apagado, débil, abatido.

Tardé varios minutos en aceptar que ese hombre conectado a incontables cables y respirando con ayuda de una máquina, era el mismo que me había enseñado a andar en bicicleta cuando tenía tres años. O quien me había llevado a mi primera clase de patín. O el que había entrado conmigo del brazo cuando cumplí quince años.

Me negué a pensar en la posibilidad de que no podría entrar conmigo a la iglesia, si algún día decidiera casarme. O que no conocería a sus nietos, si alguna vez deseaba ser madre.
Era absurdo que todo eso hubiera cruzado por mi mente, cuando estaba tan lejos de aquellas cosas, pero fue inevitable. El pronóstico de los médicos no era alentador, y verlo en esa cama no hizo más que evaporar casi por completo la poca esperanza que mantenía. Esperanza que, con el correr de los días, pendía de un hilo cada vez más fino.

Cuatro días pasaron, sin dormir, sin comer, sobreviviendo a base de café y las reservas de energía que mi cuerpo aún conservaba. Me sentía débil y agotada, física y emocionalmente, pero aún resistía. Mamá no se encontraba mucho mejor, pero al menos ella aceptaba la comida que Lucas compraba en el comedor del hospital, y fue a casa una noche a descansar. Dijo que no pudo pegar un ojo, pero al menos se recostó sobre una cama y cambió un poco de aire. El olor y el encierro de un hospital era asfixiante. Aunque, luego de algunos días allí, con la mente puesta en tu ser querido tras una de esas horribles puertas, eso deja de importar.

Beautiful tragedy ©Where stories live. Discover now