032 JK

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De repente, el cielo se oscureció, sumergiendo la ciudad en una densa neblina que impedía distinguir el camino con claridad. Había transcurrido justo una hora desde que partimos del local esa mañana. Namjoon aseguraba que habíamos dejado Seúl atrás hace ya un buen rato, aunque para mí, el tiempo había pasado en un abrir y cerrar de ojos.

Hoseok y Jongsuk se habían quedado dormidos, agotados después de disputarse un asiento que finalmente Taehyung consiguió. Él estaba absorto, mirando fijamente la carretera, sumergido en pensamientos desconocidos que despertaban mi curiosidad.


—¿Ya salimos de Seúl? —preguntó de repente Hoseok, frotándose los ojos y examinando el paisaje, donde solo se vislumbraban carreteras serpenteantes y campos de cultivo resecos, apenas perceptibles entre la neblina.


Encogí mis hombros, indicándole mi incertidumbre. Al ver mi gesto, se giró hacia la ventana y asomó la cabeza dentro de la camioneta, donde Yoongi y Jimin descansaban en la parte trasera. Tras hacerles la misma pregunta, recibió una confirmación. En un gesto juguetón, Hoseok revolvió los cabellos de Yoongi, quien respondió empujándolo fuera de la ventana y cerrándola de golpe. Hoseok soltó una carcajada antes de acomodarse de nuevo para continuar durmiendo junto a Jongsuk.

Taehyung me lanzó una mirada breve antes de volver su atención a la carretera. Sin tener otra opción, me recosté junto a Hoseok, quien podría estar aún molesto conmigo por la forma en que le hablé a Jimin en el local, pero encontré consuelo apoyando mi cabeza en su hombro y cubriéndome con su manta, ya que había olvidado la mía.

Justo cuando cerraba los ojos, intentando sumergirme en el sueño, recuerdos no deseados comenzaron a cruzarse por mi mente. Por más que intentaba apartarlos, estos parecían cobrar vida propia, como si alguien intentara mostrarme algo en contra de mi voluntad.


—¡Por favor! ¡Debo llegar a casa con mi esposa e hijos! —imploró—. ¡Puedes llevarte todas mis pertenencias, pero, por favor, no me mates!


—Lo siento, así no es como hacemos las cosas.


—¡Te lo ruego!


Los alaridos de desesperación del hombre, mientras una hoja fría y afilada se hundía lentamente en su nuca, llenaban el aire con una sensación de euforia. Observaba, fascinado, cómo la existencia del hombre se desvanecía poco a poco, sin mostrar ni un ápice de misericordia. Se deleitaba en el espectáculo de la luz desvaneciéndose de sus ojos, marcado por el rastro de la última lágrima que se deslizaba por su mejilla, justo antes de que su respiración se extinguiera.

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