Donde los monstruos no existan

992 111 12
                                    

—¡Basta! ¡Julia, para! —Teresa la estaba zarandeando, agarrandola por los hombros. Se dio cuenta de que había estado gritando, un alarido continuo como una sirena de incendios.

Miró alrededor, temblando y como saliendo de un sueño. Sus manos aún apretaban la toalla sobre el costado de Ilbreich, aunque dudaba que hubiera mantenido el grado de presión correcto. Sentado en el suelo, el príncipe le sujetaba por la cintura con cara de susto. Todos el mundo parecía estar mirando. Rodrerich había retrocedido al rincón más alejado del vestuario, tenía los brazos cruzados y la máscara impasible que se ponía cuando estaba profundamente perturbado.

Con un suspiro, Julia se obligó a mirar lo que había estado esquivando, el cadáver en medio de la habitación. Alguien lo había puesto boca arriba y le había cruzado los brazos sobre el pecho mientras ella se entregaba a la histeria. Tiritó, helada incluso bajo la gruesa túnica prestada.

—No. —Teresa le puso las manos a los lados de la cabeza y la obligó a mirarla—. No es lo que piensas. No ha sido una ejecución, no era cuestión de culpa.

Negó con la cabeza, intentando soltarse. Sus manos seguían presionando la herida, lo único racional, lo único humano en lo que podía pensar.

—Ya estaba muerto, Julia —insistió Teresa—. Lo que has visto era sólo una carcasa. Una marioneta del Enjambre. No hay forma de hacerlos volver, la incubación devora la consciencia y la sustituye por un zángano ¿me estás entendiendo?.

No pudo evitarlo, Julia rompió a llorar como un dique al que la última tormenta hubiera derrumbado. Todo el miedo y el horror de las últimas semanas le desfiló por la memoria. Los muertos, los heridos, las implacables guerreras y los insidiosos espías.

«Quiero irme a casa. Quiero abrir los ojos y encontrar que el última año ha sido una pesadilla, que mi familia está viva. Que los monstruos no existen»

—Vamos. —Teresa tiró de ella para intentar ponerla en pie.

—No puedo —balbució— Ilbreich sigue herido...

—Ya no sangra, Julia. —La voz de Ilbreich era tan suave como si hablase con un niño—. Yo estaré bien.

Dejó que su amiga la llevara por tercera vez a través de los corredores, la ayudase a desvestirse y la metiera en la cama. Tras el ataque de ansiedad, sentía el cuerpo sin huesos.

—Lo siento —se disculpó cuando Teresa insistió en llevarle un vaso de agua a la cama—. Nunca había tenido una reacción así, ni siquiera cuando trabajaba en urgencias.

—Cariño, hace menos de un año año que te quedaste sola, llevas dos meses de crisis continua, y las hormonas seguro que no te ayudan. No tienes nada de qué avergonzarte. Duerme ahora ¿de acuerdo? Te vendré a buscar más tarde para que comas algo.

La cama era ancha y firme, con un somier tan bueno como para aguantar el peso de Ilbreich. Pese a ello y al cansancio, a Julia le costó conciliar el sueño. Un par de veces se despertó creyendo haber oído gritos lejanos; en otra ocasión un grupo pasó corriendo por delante de su cuarto. Gruñó, cubriéndose la cabeza con la almohada. Seguramente el clan Coria estaba tomando posesión de su nueva vivienda con demasiado entusiasmo. Al fín cayó en una duermevela de la que Teresa la despertó. Llevaba en el brazo unos pantalones y un suéter grueso.

—Te he traído algo de ropa, creo que de tu talla. —Parecía indecisa. Mira, odio pedirte esto, estás ya al límite...

—Estoy bien. ¿Qué ocurre?

Teresa suspiró.

—Antes de la cena va a realizarse el funeral. El del chico de la sauna... y otros dos zánganos más, que han aparecido cuando el Rey Lobo ha hecho que toda su gente pasara por los talismanes.

—Dios...

Las carreras y los gritos cobraban de golpe otra explicación.

—Justo. Por numeroso que sea el clan de Refugio de Hielo, esto va a golpearlos a todos.

—¿Crees que van a culparnos? ¿Matar al mensajero?

—Al contrario. Ellos sí saben lo que es un zángano del Enjambre. Lo que ocurre es que todo el clan estará reunido en la sala. Y sólo tú puedes asegurarnos de una vez si realmente no queda ninguno más.

Julia tragó saliva. Pese a las explicaciones de Teresa, seguía pareciéndose demasiado a delatar un espía en tiempo de guerra, condenándolo a muerte sin juicio. Sin embargo obedeció y comenzó a vestirse.

—¿Nunca se ha intentado, no se, recuperarlos? ¿Limpiar el condicionamiento?

—Se ha intentado todo. ¿Sabes lo que ocurre cuando se arrasa un nido y se extrae a las víctimas antes de que la incubación termine? Nunca despiertan. Cuerpos vegetales, es lo que son. Pese a las apariencias, los zánganos no retienen más humanidad que las guerreras.

Tendría que dar aquello por bueno, al menos de momento. Siguió a Teresa a través de un largo túnel en espiral, donde las paredes se cubrían progresivamente de tallas intrincadas. Entre ellas Julia distinguió dragones y caballos, lobos y cambiantes, enredados en una tracería de lazos y nudos. A través de un elaborado dintel llegaron a una sala rectangular en penumbra, con largas hileras de columnas de piedra, como un bosque o una catedral.

—¡Es magnífica! —susurró, admirada.

—Mmm. —Teresa parecía tan sorprendida como envidiosa—. Antes de la expansión del Enjambre Refugio de Hielo era un clan modesto como el nuestro, sólo que mucho más antiguo.

Si aquello era verdad, no cabía duda que habían puesto mucho esfuerzo en la construcción. La sala tenía capacidad para que varios miles pudieran juntarse cómodamente. En cambio los restos de ambos clanes reunidos no superaban los trescientos. Comprendió por fin la urgencia con la que Rodrerich había hablado cuando hizo su oferta a Olaya. Los hombres lobo y la cultura secreta que los unía corría el riesgo de extinguirse, exterminados por la presión del Enjambre.

«Y mi hijo forma parte de ellos». Caminando entre las columnas ciclópeas, por primera vez pensó en él como un ser real y separado de ella. Descendiente de ese pueblo oculto y milenario; de una dinastía de reyes antigua como los vikingos.

Rey LoboWhere stories live. Discover now