Familia

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La caravana se dirigió a paso vivo al corazón del parque. Julia no tardó en agradecer las botas, grandes o no: estaban atravesando el bosque en la oscuridad y sin ellas más de una vez se hubiera roto el tobillo en un agujero de topos. Algunos niños pequeños, somnolientos y cansados, comenzaron a llorar y Olaya reorganizó a los cambiantes para que ayudaran a los más débiles. Vio pasar a Brisa transportando a dos ancianos, uno en cada brazo como si fueran bebés. Ella misma se sentía más y más fatigada, intentando seguir el ritmo y ayudar a Diego. Su horizonte y sus pensamientos se redujeron pronto a dar el siguiente paso, aguantar el próximo segundo, mantener la respiración.

Por fín hicieron un alto. Estaban en una hondonada rodeados de árboles centenarios; en algún punto delante de ella volvió a ver la misma luz gris que había iluminado la destrucción del refugio.

—Han abierto el óculo, la entrada —informó Diego. Señaló a los niños que se agarraban a sus piernas—. Siento tener que pedírtelo, ¿puedes avanzar con ellos cuando entremos? Yo me tengo que quedar detrás para ayudar a colapsar el zarcillo y evitar que nos sigan.

—¿Y Teresa, Ilbreich y los demás? ¿Cómo van a escapar ellos? —Sintió pavor a que se hubiera tratado desde el primer momento de una misión suicida.

—No dañaremos el óculo, solo cortaremos el zarcillo. Los cambiantes pueden aguantar el fulgor porque sacan de él casi tanto como les quita; les daña, pero tarda en matarlos. Era tradicional que se internaran en el fulgor cuando los años les debilitaban para fundirse voluntariamente con él. —Se encogió de hombros con gesto fatalista—. Ahora pocos llegan a esa edad sin caer ante el Enjambre.

La multitud se remansó alrededor de la luz y luego fue drenando poco a poco por ella. Julia vio al acercarse una abertura brillante, entre las raíces de un roble gigantesco. Hicieron pasar a los niños y después Julia gateó a su vez hacia la luz. Las manos tocaron primero la tierra y los nervios petrificados de la madera antigua, luego algo suave y flexible como piel desnuda. Manos fuertes la agarraron por debajo de las axilas y tiraron de ella hacia el interior, apartándola después a un lado sin ceremonia.

Estaban en un túnel ovoide, más ancho que alto. Seis personas podrían haberse puesto lado a lado, con los brazos extendidos y sin tocarse. La superficie tenía un aspecto membranoso, como el ala de un murciélago, y estaba suavemente anillada. A través de ella se filtraba una luminosidad difusa. Diego tenía razón, la apariencia era terriblemente orgánica: la de una arteria plateada e inmensa. Como si ellos fueran microbios caminando por las venas de un ángel.

Siguió avanzando, un paso de cada vez, arrastrando los pies sobre aquella superficie de brillo nacarado. Delante de ella los niños lloriqueaban de cansancio y sueño. Debería haberse derrumbado, pero de alguna forma continuó hasta que se oyó por fin la voz de Olaya.

—¡Alto! Descansamos aquí.

Un suspiro y toda la columna se desmigó en el suelo, agotados. Julia sacó de la mochila una tableta de chocolate y la repartió, después se tumbó boca arriba. El suelo era suave y cedía ligeramente, era como tenderse en un colchón muy firme.

—De aquí no me levanto. Ni la propia Olaya me levanta.

Un hocico frío le rozó la sien y le obligó a abrir los ojos. Una cabeza blanquinegra la miraba con atención.

—Mira quien vuelve a casa.

Extendió la mano y le rascó la mandíbula, sin fuerzas para incorporarse. Rodrerich cambió, se sentó de rodillas y la alzó para recostarla sobre él.

—No pongas esa cara de preocupación. Sólo estoy muy cansada.

Giró la cabeza para echar un vistazo a los niños y los encontró amontonados y dormidos como una camada de gatitos. Su cuerpo comenzó a relajarse por primera vez desde que Rodrerich la había cargado sobre el hombro para escapar con ella al bosque.

Rey LoboWhere stories live. Discover now