La amenaza oculta

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Rodrerich se irguió con los ojos entrecerrados. Cuando rompió a hablar, su cadencia recordó levemente a Julia la improvisación que había hecho para ella de las antiguas sagas.

—Refugio de Hielo era como tus tierras, Matriarca. Un lugar que creíamos seguro. Somos pocos, la gente se conoce entre sí; un nido del Enjambre que empezase a reclutar sería rápidamente detectado. Durante una década no habíamos tenido ninguna intrusión. Hasta que comenzó a faltar gente, hace... hace, hace algunos meses.

Rodrerich hizo una pausa, frunció el ceño y continuó.

—Primero fueron visitantes, extranjeros. Salieron a caminar por los bosques y no volvieron... esas cosas pasan, dijeron algunos. Aparecerán en la primavera, cuando se funda la nieve. Mi padre organizó por precaución una búsqueda, pero no encontramos nada. Ningún indicio de que una reina activa estuviera consumiendo el fulgor o tejiendo la malla.

»Algún tiempo después, desaparecieron un par de solitarios. Un borracho, de esos que hay en muchos pueblos. Ancianos que se empeñan en vivir aislados, en las granjas donde pasaron toda su vida.

Rodrerich cerró los ojos y crispó la mandíbula. Cuando volvió a hablar había perdido aquel tono de narrador pero tenía un nuevo filo de decisión.

—Voy a necesitar tu ayuda, Ilbreich. No se cuanto de lo que ocurrió sigue estando perdido para mi memoria. Y los detalles pueden ser importantes. ¿Cuándo fueron las primeras desapariciones?

Ilbreich dio un paso al costado, hasta casi tocar a su hermano hombro con hombro.

—Hace más de un año. Al comienzo del otoño; los desaparecidos vinieron para la temporada de caza. No es fácil saber cuántos fueron, pero en cualquier caso... no muchos. Media docena quizás.

—Y Olsen no desapareció hasta la primavera... un mes después de que nuestro padre cruzase al fulgor.

Las últimas palabras las pronunció en un tono muy suave, y a Julia le pareció que el dolor vibraba en su voz como un aullido lejano y profundo. Ilbreich asintió y extendió la palma hacia la Matriarca.

—Con Olsen nos percatamos de lo que estaba ocurriendo. Rodrerich desplegó a nuestra gente para que visitasen las granjas aisladas. Nos encontramos casi una veintena desiertas.

Teresa silbó entre dientes.

—Ya es un número a temer.

—No tanto —negó Rodrerich—. Cazadores y solitarios son grupos donde las mujeres no abundan. En aquel momento calculamos que las guerreras en incubación no podían ser más de cinco o seis. Hice rastrear la malla por todo el entorno... sin éxito. Y entonces organicé una búsqueda concienzuda en el mismo fulgor.

—Una medida poco popular para un rey muy reciente —apuntó Olaya.

—No, pero dio fruto. Encontramos el nido. Un tejido de apenas una decena de zarcillos entre el fulgor y el mundo, completamente aislado. Por eso no lo habíamos encontrado antes.

—Eso es inusual. Al cortarse de la malla se cerraban la retirada...

—Pero quizás prudente, en un lugar tan despoblado como Rendalen. En cinco ocasiones mi padre había destruido nidos jóvenes en sus primeros estadios. Tampoco esta vez parecía muy avanzado, incluso el fulgor estaba menos consumido de lo que cabía esperar, si verdaderamente estaban alimentando conversiones.

—¿Atacasteis?

—Si, tan pronto como pudimos. Si aún no estaban agostando el fulgor, podía significar que no estaban transformando y se limitaban a hibernar huéspedes, acumularlos para lanzar después un crecimiento por sorpresa. La gente que había desaparecido no eran mi linaje... pero tampoco eran extraños. Teníamos la esperanza de rescatarlos con vida.

—¿Lo lográsteis?

—No. Cuando nos lanzamos contra el nido, en lugar de cuatro o cinco guerreras inexpertas, nos encontramos peleando contra medio centenar.

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