Ahogo

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En la fiesta de Tania no pasó nada más salvo las cosas que regularmente pasan en las patéticas reuniones de la misma gente que frecuenta el mismo círculo de este pueblo estancado y putrefacto.

Estancado. Le falta oxígeno. Falta gente nueva. Podrido. Como mi vómito. Verde. Como mi pelo.

Tomamos, la gente me pidió armar faso la mitad de la noche, hablamos, Ian se limitó a tragar alcohol, Andy a hablar con chicas. Lo que les pasa a estos pueblos es la rutina, la rutina incluso de las cosas que te sacan de la rutina. El aburrimiento y la falta de algo interesante, que cuando aparece una vez cada tanto, es consumido con tanta rapidez y facilidad que es como si nunca hubiera aparecido, no cambia nada, solo se mimetiza y se ahoga en el pueblo estancado.

Cigarrillos.

El departamento está lleno de gente, gente que ya conocemos. Uno de los amigos de Tania, alguien que Andy tatuó varias de veces, toca una música histérica desde su improvisada consola de DJ en una esquina. Las chicas del Educo están en una esquina donde Sabrina está sentada en el centro, los chicos de la galería de piercings están en la barra que da a la cocina abriendo la heladera y pasando alcohol cada cinco minutos y los anarquistas se juntan en el balcón. Algunos con rastas, otros con pelos de puntas, ya que nadie tiene bien definido el concepto en este pueblo todavía.

Anarquista. Anarco. Le falta oxígeno.

No es hasta más tarde que una de las chicas saca de una pequeña bolsita rosa de dentro de su cartera con un par de pastillas verdes. Es Ian quien compra para los tres, es Andy el que rechaza la oferta y soy yo él que toma la pastilla sobrante.

Me falta oxígeno.

Otro día, otra noche, otra pastilla, otro vodka, otro cigarrillo y estoy a punto de agarrar otra botella de la heladera cuando alguien nuevo abre la puerta. Alguien que va a ser consumido fríamente, sin que nos demos cuenta, frente a nuestros ojos.

Ella entra con cara seria y su nariz extraña le da una especie de cara de ratón, no muchos se dan cuenta de que la puerta se abre, menos la ven pasar, pero yo tengo primera fila ya que la cocina está pegada a la puerta principal. Tiene el pelo rubio entre gastado, con mechas de miles de decoloraciones, los aros le cuelgan hasta los hombros y no tiene casi piercings en la cara, solo uno en la nariz. Me mira por un segundo a través de las mechas de tonos grises y rubios que caen sobre su cara por su raro peinado.

O despeinado.

Falta gente nueva. Me falta oxígeno. Me falta gente nueva.

Mi mirada va directo a su mano pero no encuentro mi anillo. Ella se encarga de mostrarme la mano opuesta y ahí está. El anillo de oro que le di ayer. Yo sonrío de costado y ella me guiña el ojo. Lo siguiente que noto son las mismas medias de red fucsia y las puntas de su pelo desordenadas que tienen el mismo color.

Rocío es la que la saluda primero con un abrazo mientras cierro la puerta de la heladera para pasar de la cocina al living esquivando gente. Mi codo aterriza directamente sobre el hombro de Rocío, quien enseguida revolea los ojos.

—Ese es mi anillo.

Le digo a la chica rubia sin dudar y con una sonrisa en la cara.

—¿Venís a saludar o a molestar?

Pregunta Rocío.

—Ambas.

Respondo intentando darle un beso en la mejilla, el cual ella esquiva.

—Lo intercambié por un precio justo, el cual aceptaste.

Responde la amiga de Rocío, ignorándonos.

AdictoWhere stories live. Discover now