La soledad que alguna vez mató

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Si para saber que es el dolor mezclado con la soledad se debía tener alguna edad precisa entonces ella no la tenía, no era ni joven ni vieja, solo se limitaba a vivir y a dejar pasar los días. Era una mujer que prefería mil veces sonreír, que jugaba con los problemas pero que poco a poco perdió la guerra contra la soledad. Dejó de avanzar, de jugar, de sonreír y comenzó a divagar, a morir; porque para morir no se necesitaba hacerlo de un día para otro, la soledad era tan perfecta que le permitió morir lentamente, como buscando ver la agonía ajena y alimentarse de ella.

El tiempo pasó en cámara lenta y ahora contaba los días, los años, le medía todo. Su alma estaba hundida en la oscuridad y sus vicios, esos que nunca tuvo la consumían de a poco. Todo era culpa de la espera, la espera de algo que nunca pasaba, de algo que ella necesitaba. Y ahí estuvo esa soledad, viéndole desde muy cerca y guiándole por donde tenía que caminar, nunca volvió a ser la mujer que todos veían, a la que halagaban y admiraban, ya no fue esa motivación la que la movió y por el contrario, fue empujada por la vida que la había traicionado.

Al final, la culpa fue de la soledad, pero nunca supo que la cobardía y el amor fueron cómplices de su agonía, que no hubo mucho que esperar pues ese tiempo que nunca calculó la fue matando poco a poco. Se dio cuenta, ya muerta, que lo que le decía su mente era cierto, que fue un error ignorarla, porque eso que le decía no era cualquier estupidez. Que el mundo no es lo que esperaba, no es lo que espera nadie, que no había mucho que hacer más que resignarse a combatir la ignorancia y que, aunque doliera, la vida feliz le pertenecía a los otros no a ella, nunca a ella.

PUNTOS SUSPENSIVOSWhere stories live. Discover now