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Tenía sólo once años cuando lo conocí, él había venido de lejos y se alojó a unas calles de mi casa; una mañana cálida acudió a mí preguntándome si podría acompañarlo en el trayecto excudándose de que era nuevo en la ciudad, no conocía nada ni a n...

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Tenía sólo once años cuando lo conocí, él había venido de lejos y se alojó a unas calles de mi casa; una mañana cálida acudió a mí preguntándome si podría acompañarlo en el trayecto excudándose de que era nuevo en la ciudad, no conocía nada ni a nadie y mucho menos el instituto al que asistiríamos.

Al llegar se presentó ante la maestra y los demás compañeros, seguido de su presentación, para mi enorme sorpresa, se sentó a mi lado. La vergüenza que sentí se notaba al aire que hasta me teñí de roja; al sentarse mencionó unas palabras que ni en mil años las olvidaría: "un gusto, soy Matías, desde hoy me sentaré a fastidiarte" dijo a modo de sarcasmo pero con una gran sonrisa que lo distinguía.

No lo niego, era un chico muy atractivo, silueta de quizás un posible deportista, tenía la cabellera de un color bastante oscuro, ojos café claro con los cuales ese día observaba a todos analizándolos e intentando descubrir qué es lo que los distinguía del resto.

Esa mañana regresamos juntos a casa, hablamos un poco de cómo eran nuestras vidas, Matías me confesó que sólo vivía con su madre a consecuencia de que su padre había fallecido hace ya un par de años en un accidente automovilístico —lo noté un poco melancólico pero retomó fuerzas y prosiguió—. Su madre tuvo que salir a trabajar para sustentar sus necesidades básicas y pagar los estudios de él.

En donde vivían antes ya no abastecía el trabajo y si lo había no daba ni para las mercaderías, entonces optaron en mudarse para acá sin conocer a nadie o saber con exactitud si podrán solventarse de nuevo. Su color favorito era el azul (algo que teníamos en común) nada importante de por sí, le encantaba ir de pesca, jugar soccer con amigos pero en un futuro quería ser médico para salvar personas y que nadie más tuviera que pasar por lo que a él le tocó vivir.

—Bien... ya te conté una parte de mi vida —Matías se frotaba el cabello con timidez.

—De acuerdo ¿qué quieres que te cuente sobre mí?

—No lo sé, primero tal vez... tu nombre, aún no me lo has dicho, luego sorpréndeme.

—Lo lamento, tienes razón, me llamo Liz, también me gusta el color azul, soy violinista desde los cinco años presionada por mi padre, mi vida no es para nada interesante porque está estrictamente controlada por él, aparte de eso, creo que soy normal, ammh... mi mejor amiga es perla, mi gata quien me acompaña en mis noches solitarias —ambos libramos unas carcajadas, me gustó verlo sonreír—. Desearía ser más independiente pero mi padre no me lo permite, si me deja ir sola a la escuela o a mi práctica es sólo porque me tiene una pequeña pizca de confianza, mi madre intenta hablar con él pero no hay ni la más mínima sospecha de que cambiará —añadí.

—No fue mi intención hacerte sentir mal, Liz, eres una niña muy bonita para poner esa cara triste —me abrazó de la nada, de pronto me sentí protegida.

—No es que esté triste, sólo quiero disfrutar de mi vida como se supone que una persona normal lo haría —lancé un enorme suspiro, acomodé un mechón rebelde tras mi oreja y lo miré, parecía meditar mis palabras.

—Así que es eso, pues bien... ¿no quieres ir a la cafetería el sábado? —cambió de tema para evitar mi incomodidad—. Yo invito, no tienes razón para preocuparte.

— ¿Pero cómo? Si tú no conoces nada.

—Precisamente por eso, para conocer la ciudad ¡será divertido! —me guiñó el ojo, asentí antes de brindarle mi decisión.

—Sábado será entonces —afirmé antes de verlo entrar a su casa (la suya estaba antes que la mía)

Me quedé reflexionando sobre su trágica historia, todo lo que tuvo que atravesar en su vida y yo quejándome por pequeños caprichos, Matías tenía una forma tan dulce y tranquila de hablar, era como si confiaba tanto en mí, eso que apenas me conocía.

— ¡Ya está el almuerzo! —era la voz de mi madre pidiendo que baje—. ¿Cómo te fue la escuela hija? —inquirió aromatizando su comida recién hecha que emanaba un olor bastante agradable.

—Muy bien, de hecho conocí a un chico nuevo... vive aquí cerca, a unas cuadras exactamente —admití sentándome en mi lugar matutino en un lado de la mesa rectangular de manteles estampados.

—Sí, ya me había enterado, los Thompson, creo.

— ¿No es aquel chiquillo pordiosero que se mudó hace unos días al barrio con su madre? —intervino mi padre, había regresado de un largo día de trabajo e iba ingresando agotado al comedor, su tono (antes de ser sorpresivo) era egoísta y arrogante.

— ¡No hables así! Que sea una persona de escaso dinero no te da derecho a hablar mal de él ni de su madre —defendí a aquel chico que conocí ese día, que nada en certeza no tenía que ver con las malas acusaciones de mi padre.

— ¡Dejen de discutir o se les enfriará la comida! —mi madre evitaba a toda costa que peleáramos y cruzó sus brazos al oírnos exasperados.

De un lado no me generaba gracia que mi padre ofendiera así a las personas y por otro lado muy, muy lejano: complací las demandas de mi madre. Hacerlo no era tarea sencilla, menos con mi padre de por medio humillando con un desdén tan común en su persona.

Lamentó mucho llegar tan veloz en la parte que debo admitir que éramos, bueno... somos una familia adinerada y que mis padres menospreciaban a personas que no sean de nuestra clase social, creían que por tener una billetera llena de dinero te da razones para creerte más que el resto ¿y los valores dónde están? Para ellos "valores" no era una palabra existente en sus vocablos.

A veces deseaba que no fueran así, tampoco no teníamos mucho tiempo en familia, había momentos en donde creía que al menos mi padre se olvidó de que tenía una hija, lo único que le importaba es que estudie y sea tan ambiciosa como él.

No quería llevar esa vida en donde todo lo que importa son una cuenta bancaria, una VISA, mansión con una enorme piscina y un coche del año.

Antes de que amanezcaWhere stories live. Discover now