Capitulo 14: Gentileza

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 Capítulo 14: Gentileza

El techo de zinc retumbaba ante la brisa que soplaba, era casi un ventarrón. Temía que en cualquier momento, el zinc se despegase de las vigas y saliera volando por los aires, cortándole la cabeza a alguien. Las tapas siguieron retumbando, protestando y yo miraba las vigas oxidadas con inquietud. Ya lo he dicho antes, en la en la casita de Luzbel todo era un poco viejo y desde luego que el techo de zinc y las vigas también lo eran. Eso me preocupaba, pero no tanto como me preocupaba Luzbel.

Hacía mucho rato le había puesto un sedante y ya se encontraba profundamente dormido, para entonces eran las once de la noche. No fue a trabajar. Por primera vez, desde que vivía allí, Luzbel se quedaba en casa y por primera vez, desde que empezamos a dormir en el mismo cuarto, Luzbel dormía en su cama.

Dormía boca abajo para no lastimarse las heridas en su espalda y yo estaba allí, sentado cerca de él, vigilando cualquier movimiento, cualquier cosa que pudiera alertarme. No era la primera vez desvelándome por él, otras noches también me había quedado así.

A las cuatro de la mañana, se levantó, apretó un poco los dientes ante los movimientos y la dolencia de su espalda y yo me apresuré en buscarle medicamentos porque tenía fiebre. Al tomarse las pastillas volvió a dormir. Después de eso, solo esperé que llegara el amanecer, rezando para que descansara y me pregunté, en aquellos momentos, si alguna vez yo estaría en los sueños de Luzbel.

Al abrir los ojos al día siguiente, noté que me había quedado dormido de nuevo. Luzbel no estaba en la cama. Tan rápido como un rayo me levanté, buscándolo. No fue necesario llegar tan lejos ya que él se encontraba en la cocina, preparándose su café matutino.

—Buenos días, Franco —saludó con la misma placidez de siempre. Casi parecía otra persona que la de ayer, esa que estaba desesperada, lastimada y con un profundo llanto imposible de calmar.

—Buenos días —cerré la boca un momento y él siguió llenando la olla de agua para ponerla a hervir sobre la cocina. Miré su espalda, estaba descubierta y los vendajes se notaban—. Deberías estar descansando.

—Estoy bien, puedo preparar mi café —Puso la olla en una de las hornillas y luego se dio la vuelta, mirándome con curiosidad. Le siguió un silencio largo y ancho, un silencio cauteloso, amable, transparente—. Gracias por coserme ayer. Lo hubiese hecho yo mismo, pero no podría haber llegado a la espalda.

—¿Qué te sucedió ayer para que llegaras así?

—Fetiches —dijo con tranquilidad, encogiéndose de hombros—. Hay hombres que tienen fetiches muy raros.

Arrugué el entrecejo.

—Entonces no deberías ceder a ese tipo de fetiches.

—A mi me pagan por dejarme hacer eso.

—¡Son fetiches enfermos, bizarros y te lastiman! ¡¿Acaso crees que el dinero puede comprarlo todo?!

—Me compra a mí y eso es suficiente —ni se inmutó, manteniéndose tan tranquilo como siempre. Se sentó en una de las sillas del comedor con aire desganado, con ese paso tan flojo que me recordaba el caminar de una pantera desnutrida.

—El dinero no puede compensar el daño que te hicieron.

—Eres un buen chico, Franco —dijo, con tono indulgente, sonriéndome—. Pero no debes preocuparte por esas cosas, es mi trabajo así que relájate. Oye, son las ocho. ¿No piensas ir a trabajar?

—No, me quedaré aquí para cuidarte —él soltó un risita delicada.

—¿Cómo dices?

—Que me quedaré a cuidarte. Tú estás muy lastimado y necesitas que alguien cuide de ti. Llamaré al trabajo y diré que no iré hoy.

La miserable compañía del amor.Where stories live. Discover now