Capítulo 1: Luzbel.

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Advertencia: Esta es una historia sencilla. Sin grandes melodramas. Sin grandes personajes. Sin tanto trabalenguas. Simple. Como una hoja blanca. Si os gustan este tipo de historias, entonces, adelante... 

PARTE I

"Donde las manos ya no te persiguen, apareces..."

Rafael Cadenas

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Capítulo 1: Luzbel.

Desde que era un niño, mis padres se propusieron hacer de mí un hijo prodigio, es decir, alguien muy inteligente. Nunca lo vi como algo malo porque siempre había sido así, de modo que me esforcé en llenar todas sus expectativas. No tenía permitido fracasar, debía triunfar en cada cosa que ellos me propusieran: un genio en las computadoras, manejar varios idiomas, comprender las matemáticas... En fin, para tener solo siete años ya sabía muchas cosas. Y fui creciendo bajo ese dictamen sin derecho a replicar nada. 

Y como no tenía derecho a replicar, me tragaba todas mis frustraciones, temiendo fracasar y convertirme en un bueno para nada. Con los años, ese miedo fue creciendo más y más hasta volverse como un amigo que se sentaba a mi lado con frecuencia. Lo ignoraba la mayor parte del tiempo, enfocándome en enorgullecer a mis padres. 

Cuando me gradué siendo bastante joven, me encontré con la horrible situación de tomar una ruta. A mi tierna edad, no sabía qué estudiar, qué hacer con mi vida. Mi padre, como buen cabecilla que era, desaprobaba mi indecisión. Mi falta de personalidad. Así que escogió por mí la carrera que debía seguir por todos esos años. Y yo, como buen hijo que era, que no fracasaba, y mucho menos desilusionaba a sus padres, decidí seguir el camino que él me imponía. 

Y acepté estudiar medicina... 

Al principio, fue horrible. Comprendí que no era lo mismo ir a al bachillerato que ir a la universidad.  No terminaba de encajar. Pero aprendí, a base de ensayo y error, que la medicina era una carrera hermosa. Se trataba de pelear contra la muerte, de salvar vidas. Y la atesoré dentro de mi pecho, poniendo todo mi entusiasmo en superar cada obstáculo que se me presentaba. 

Hasta que el obstáculo vino en forma de paciente. Y el paciente se moría en mis manos. Y se suponía que yo debía salvarlo, era doctor, maldición. Una persona no pone su vida en tus manos si no está seguro de que puedes hacerlo. Y yo debía hacerlo, tenía que hacerlo, sin embargo, no pude. Me sudaron las axilas, me tembló el corazón y me paralizó el miedo. 

¡Lo perdemos doctor! —mi colega me avisó sobre el inminente final. 

Si pudiera regresar justo a ese momento, me hubiese gustado advertirle a mi yo del pasado que no aceptara semejante responsabilidad. Me hubiese gustado decirle lo que iba a pasar. Avisarle que ser médico no significa ser Dios, y que la muerte se presenta en cada esquina. 

Pero no era posible, de modo que avancé hasta perderlo todo. Una sofocante sensación me quebró el pecho: arrepentimiento. 

Yo había fracasado y aquello era un golpe difícil de digerir. ¿Cómo enfrentar a los padres de un paciente muerto? ¿Cómo lidiar con mis padres decepcionados? ¿Cómo vivir a partir de entonces, con un muerto sobre mis hombros? 

Lo sé, no se puede salvar a todo el mundo y un paciente muerto es solo el primero en una larga lista de inminentes fracasos que conllevan al éxito. Dicen que uno debe hacer una y otra vez una cosa para aprender a hacerla bien. Pero esa es una teoría puesta en práctica en otros ambientes como la contabilidad o la docencia. En medicina resultaba horrible porque un mal paso significaba un paciente muerto y resultas ser un asesino a los ojos ajenos. Y «Matar» es un verbo que considero especialmente agresivo. 

La miserable compañía del amor.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora