Capitulo 10: Jardín de rosas.

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 Capitulo 10: Jardín de rosas.

Cuando uno contempla un reloj, es porque busca una respuesta muy concisa. Sin embargo, el reloj que había comprado Luzbel no me ofrecía una respuesta exacta porque el reloj era de arena y sus números resultaban invisibles a mi vista. Contemplaba el aparato y solo me desconcertaba más y más a medida que las arenas pasaban de un lado a otro. Resultaba entretenido de ver si uno no tenía nada más que hacer.

—¿Qué es lo que ves cuando miras el reloj de arena? —la voz suavecita de Luzbel, siempre tan calmada, tan enigmática, preguntó aquello como la más simple de las preguntas.

—Veo una pregunta.

—¿Una pregunta? —ladeó la cabeza, intrigado—. ¿Qué pregunta?

—«¿Qué hora es?» Eso es lo que me hace preguntarme porque aquí no hay números que delaten el tiempo —respondí, arrugando el entrecejo—. Se parece a ti.

—¿A mí? ¿Crees que soy una pregunta? ¿Eso es lo que ves? —mientras hablaba me miraba de esa forma que me agitaba, una mirada traviesa y divertida—. ¿Y..., soy una pregunta interesante o una pregunta aburrida?

Conocía la respuesta, pero era difícil decirlo en voz alta. Sabía que él solamente quería tomarme del pelo, avergonzarme por mis pensamientos. Pero el problema era que no me tomaba todo como una broma. En el fondo, las bromas me resultaban serias, haciéndome sentir ese tirón en el estómago que me hacía pensar en mariposas danzando.

—Eres una pregunta interesante —confesé mirándolo fijamente.

Noté entonces, el degradé de emociones en sus pupilas; la diversión y la travesura desaparecieron de a poco para dar cabida a su inexpresividad. No fue un cambio brusco, fue tan suave, apenas perceptible, e incluso me dio miedo por el misterio que reposaba allí. E incomodo por semejante cambio, aparté la vista y miré nuevamente las arenas crueles del tiempo.

Por su parte, Luzbel continuó con su labor pues permanecía encima de una banqueta de madera, martilleando un clavo para clavarlo a la pared. Parecía muy concentrado y en un momento dado, el martillo se desvió y acabó golpeándose el dedo.

—Mierda —murmuró en voz baja.

Luzbel solo bajó del banco con calma, colocó el martillo sobre la superficie y, en vez de maldecir, solo se acarició con cuidado el índice, lo chupó y al ver que no era nada grave volvió a subir al banco a continuar su labor. Me desconcertó que no maldijera pues todo el mundo maldice cuando se golpea.

—Deja, yo lo hago —me ofrecí.

Él me observó, se encogió de hombro, y sin ningún tipo de orgullo o resentimiento me pasó el objeto. Tomé el martillo y Luzbel se bajó, dejándome ocupar su lugar en el banco y por lo tanto, continuando su quehacer. Golpeé una y otra vez el clavo. Y sí que era un ruido molesto, y en una ocasión también me machuqué el dedo. Contrario a Luzbel, yo sí maldecí y miré el clavo con todo el odio posible.

—Sabes... —comencé diciendo, una vez que clavé el bendito clavo y Luzbel colgó lo que sea que iba a colgar—, creo que ya te quiero —le dije suavemente y él giró su cabeza hacia a mí, desconcertando por tales palabras.

Tal reacción me hizo avergonzarme de mi propia impulsividad.

—No pretendo responder a tu solicitud de amor —expuso sin ningún tono particular, sin ningún tipo de malicia. Aun así, logró perforar mi corazón a tal grado que lo sentí desgarrase por dentro—. Crees que puedes ayudarme, pero no puedes. Nadie puede hacerlo.

—Puedo ayudarte, lo haría si me dejaras.

—¿Qué puedes hacer tú, Franco? Eres un simple celador, no te olvides de eso.

La miserable compañía del amor.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora