Capítulo 11: Espinas mutiladas.

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 Capítulo 11: Espinas mutiladas.

Dicen que para escapar del dolor, las personas duermen. Y esa noche, yo dormí más que otras. No recordaba estar tan cansado y sin embargo, no pude evitar caer en los brazos de Morfeo, ansioso de refugiarme en un sitio donde en dolor no me alcanzara.

Pero me alcanzó al amanecer cuando desperté en una cama que no era mía. Una cama en la que no quería seguir acostado. Todo lo que quería era desaparecer, que el suelo se abriera y me tragara. Solté un suspiro frustrado mientras miraba el techo.

Los techos desconocidos resultaban ser habituales en mi nueva vida; los conseguía en todas partes; en los moteles donde consentía sexo con extrañas, en los trabajos que tomaba por necesidad, en las residencias donde vivía poco tiempo. Era lo primero que mis ojos veían al despertar y me desorientaban porque nunca recordaba donde me encontraba, prueba ineludible de mi vida como nómada. Pero eso había acabado en cuanto comencé a vivir con Luzbel y el techo de su casa se volvió habitual, tanto como para despertar en las mañanas y saber dónde me encontraba. Pensé que no volvería a dormir debajo de uno tan desconocido como aquel.

El pensamiento me agrió el pecho así que cubrí mis ojos con el brazo.

Aquella era la casa de Marcela. Ni siquiera recordaba cómo podía haber llegado allí. Volví a suspirar y me puse en pie, deseoso de abandonar esa casa. Para entonces, eran las diez de la mañana y agradecí que fuese sábado, porque sino hubiese tenido que dar muchas explicaciones en mi trabajo.

Al levantarme vi más camas alrededor del cuarto, unas al lado de otra con una distancia mínima. En total habían tres camas, casi me parecía como si estuviese en la habitación de un hospital. Me pregunté quién más viviría allí, y si no estaría en la casa de otra persona, después de todo. Inspeccioné la habitación con cierto recelo. Me puse los zapatos y salí de ese cuarto en dirección de las voces que oía.

—¡Ay, pero no seas tan bruto que eso me duele!

—¡Pero quédate quieto, Javier! Carajo, si sigues moviéndote así solo terminaras más lastimado.

—Pues discúlpeme señor sabelotodo, pero estás siendo muy bruto conmigo y... ¡Ay, dale con cuidado, desgraciado!

Aquellas voces me parecieron conocidas, aunque no estaba seguro. Eran voces que se habían mezclado con alcohol, música y gemidos. Voces que se confundían y que al final no hacían eco.

—Ah, miren quién despertó; nuestro invitado. ¿Cómo amaneciste el día de hoy? —era la odiosa voz de Marcela. Estaba sentada en el suelo mientras se limaba las uñas. Pero no era del todo Marcela, es decir, no tenía un vestido puesto, ni una peluca adornada, ni siquiera tenía maquillaje. Allí, en el suelo, solo estaba un hombre delgado, con unos holgados pantalones puestos y sin camisa. Tenía entradas pronunciadas y un corte muy bajo de cabello. Si no hubiese sido por su voz, no la hubiese reconocido.

—Buenos días —dije, con una voz pastosa y apagada.

—Buenos días, Franco —saludó alegremente Mauro. También se encontraba allí el chico de cabello naranja y el chico que era mudo. Esté último estaba un poco alejado de todos, tenía un semblante algo molesto, una actitud enfurruñada.

—Buenos días, bomboncito. Aun te acuerdas de mí, ¿No? —Javier me sonrió con coquetería —. Ah, si hubieras cogido conmigo anoche, no estarías así, de mala racha —él estaba sentado en una silla de madera e hizo el amagó de levantarse.

—¿A dónde crees que vas? Aún no he terminado —y Mauro lo volvió a sentar.

Mauro tenía una mota de algodón en la mano, supuse que llena de alcohol porque cuando Mauro la frotó contra la piel de Javier, esté chilló como una gatito. Me percaté que en el rostro del muchacho se dibujaban algunos moretones. Estaba seguro de que esos anoche no los poseía. La piel blanca había adquirido un color violáceo en la parte baja del ojo izquierdo. También en la mejilla y parte de los brazos. Incluso tenía los labios partidos y la sangre reseca se acumulaba en parte de la comisura de sus labios.

La miserable compañía del amor.Where stories live. Discover now