Capítulo 11: Espinas mutiladas.

Comenzar desde el principio
                                    

—Anoche un cliente le pegó —me dijo Mauro, quizás para justificar el silencio incomodo.

—¿Y por qué hacen eso?

—¿Por qué? Pues porque pueden y porque les da la gana —contesto Javier—. Sólo porque me dan plata y me la meten ya se creen que pueden pegarme y... ¡Ay...!

—Cuenta el cuento como es, zanahoria. El problema es que eres muy amargado y solo porque te desean crees que puedes hacer lo que te entra en gana. Allí tienes el resultado de tu odiosidad, chúpate tu naranja.

Javier rodó los ojos con molestia.

—Pues yo prefiero chuparme otra cosa.

—¿Ves? Por eso muchos clientes no te toleran. Eres insoportable.

—¿Y eso les da derecho a pegarme?

—Ellos están pagando un servicio. Y tú eres un producto. Pueden maltratarte todo lo que quieran si tú les das motivos.

Mientras los oía hablar, no pude evitar pensar en Luzbel y en todas las cosas que él tuvo que pasar. Recordé los primeros días que estuve en su casa, esos días en que le vi llegar lastimado, herido y silenciado. Una vida despreciable, miserable y que, sin embargo, nadie veía.

—¡Ay, frótala con cuidado!

—Está bien, está bien —Mauro sonrió divertido, tomando el rostro pálido y frotando la motita de algodón con cuidado. Erick, quien estaba en una esquina, frunció el entrecejo aún más e incluso vi que apretó sus puños lentamente, desviando la vista de aquella escena—. ¿Así esta mejor? —preguntó meloso.

—Mucho mejor —contestó igual de meloso Javier.

Erick no soportó aquella escena, así que se levantó bruscamente, abandonando la sala y Mauro continuó curando el rostro de Javier, aunque su semblante denotó cierta tristeza. Quizás también suspiró por lo bajo, pero eso nadie lo notó. Quizás Mauro estaba molesto porque Erick se había ido anoche con otro hombre. Quizás Mauro ignoraba a Erick apropósito. Quizás era cariñoso con Javier para castigarlo, para darle celos.

Javier sabía eso. Sabía que lo utilizaban, pero no parecía importarle. Le importaba más su cara lastimada.

—¿Y no pueden denunciar? —pregunté cuidadosamente. Yo no tenía idea de cómo era ese mundo. Era totalmente desconocido para mí y poco sabía de las reglas que se manejaban. Tanto Marcela como Javier levantaron una ceja, posiblemente divertidos o burlescos por mi tonta pregunta—. Seguramente ningún policía le pondría atención a un prostituto —respondí mi propia pregunta un poco turbado. Marcela sonrió de lado, irónica, y continuó limándose las uñas.

Me quedé varado en la sala, no sabía a dónde ir, a dónde correr o en este caso en dónde sentarme. Mauro terminó de curar el rostro de Javier y guardó en una cajita el algodón y el alcohol. Luego, se fue de la sala.

—¿Y te vas a quedar todo el día de pie como una cabilla?

—Lo siento.

—Mejor siéntate, caballerito. Me pone nerviosa que estés allí parado.

—Me gustaría ir al baño —era verdad. Necesitaba urgentemente ir al baño para vaciar mi vejiga y para lavarme la cara y los dientes, detesto el sabor amargo que se posa en la lengua cuando uno recién despierta. Necesitaba un cepillo y crema dental, aunque en ese momento me conformaba con lavármelos con agua.

Marcela me indicó con el dedo por dónde debía ir, apenas me dio tiempo de visualizar el baño. Asentí lentamente.

Antes de marcharme, miré de soslayo al chico de cabello anaranjado. Él seguía sentado en la silla, había tomado uno de esos espejos que vienen en los compactos y se miraba cautamente el rostro. Un rostro pálido que había sido pintado violentamente con rojos y violetas. Colores que quedarían varios días en su piel. Sus ojos, verdes como los míos, observaba con tristeza y rabia los moretones, quizás se preguntaba ¿Cómo iba a atraer clientes con un rostro así, lleno de magulladuras?

La miserable compañía del amor.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora