42 | Audrey

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   Terminamos quedándonos en lo que parecía ser una tienda de ropa abandonada por lo que pareció hora y media. En aquel lapso de tiempo, además de planificar nuestros siguientes movimientos y tácticas, no pude evitar preguntarme a mí misma cómo Wade Sullivan no había adoptado al menos una pizca de bondad después de todo lo que había pasado entre nosotros. Parecía algo egocéntrico decirlo así, pero sabía que una de las razones por la cual él había cambiado un poco su modo de pensar fue debido a mí. Nathan me lo dijo, cúlpenlo a él.

   Mi estómago estaba empezando a gruñir del hambre entre todo aquello.

—No podemos ocultarnos por mucho tiempo —advirtió—. Pensarán que nos hemos acobardado.

—Y como dicen las reglas, ser cobarde no está permitido en la guerra, ¿verdad? Al menos así lo ha expresado Alaric Bourne —rodé los ojos.

—Exactamente. Preferiría evitar una extracción de alas demoníacas —masculló—. En diez minutos, saldremos de nuevo a la calle; recorreremos toda la manzana en busca de señales angelicales o Repudiadas que no nos pertenezcan. Apenas se encuentren, dispararás a matar sin vacilar.

—¿Y tú qué harás? —arqueé una ceja.

—Cubrirte las espaldas, como he hecho hasta ahora.

   Acepté el plan, porque realmente no veía otra opción. ¿Qué era lo peor que podía pasar allá? ¿Matar a decenas de humanos? Como que estaba en el período de aceptación de esa nueva actividad que ejercía, porque no veía otra salida.

   Diez minutos luego, volvimos al exterior. Todo estaba sumido en una calma que asustaba, como si la raza entera de seres humanos se hubiera extinto de verdad.

   Respiré con la nariz.

—Abre bien los ojos —sugirió Wade—. El silencio tranquilo nunca es buena señal.

   Lo miré seriamente, como si no creyera que me había dado cuenta.

   Entonces oímos un sonido de hojas secas siendo pisadas. Me volteé automáticamente, arma en mano.

   Allí estaba mi padre, sosteniendo una pistola casi idéntica a la mía.

—¿Papá? —susurré, justo en el borde de la línea que dividía la emoción del miedo.

—Audrey... Cielo... —dijo él.

—¡Audrey! —gritó Wade, pero apenas lo oía— ¡Audrey, no!

—¡No tienes idea de cuánto llevo buscándote! —comentó mi padre, el mismo Jeremiah Mackenzie, de pie a unos diez metros de distancia. Parte de mí quería correr a abrazarlo, la otra parte me dejaba petrificada— ¡Desde que esos animales me han llevado estuve esperando a salir de ese infierno para encontrarte! Ven aquí, cariño —y abrió los brazos.

   Creía que escuchaba la voz de Wade detrás, pidiendo que lo oyera y me concentrara en él, pero se oía muy lejana; como si estuviera dentro de un túnel.

   Di varios pasos hacia adelante, en dirección a mi padre.

—Eso es cariño, debo enseñarte algo —agregó Jeremiah.

—¿El qué, papá? —pregunté.

—Algo de lo que quizá eres responsable —y él le dirigió una mirada a su propia arma—. Y debo agradecértelo.

—¿Ah?

—Tú lo provocaste, ¿sabes? Eres culpable de la muerte de tu hermana, y la ida de Angela. Eres culpable de todo, Audrey, al igual que esto.

   Y entonces puso el cañón de la pistola en su sien y no dudó en dispararse a sí mismo.

   Creo que nunca había gritado así de fuerte en toda mi vida. Mi garganta se desgarraba con cada grito de agonía que lanzaba, y me desmoroné en el suelo. Pude sentir cómo Wade se anteponía sobre mi cuerpo y chocaba su espada con otra. No escuchaba ni veía nada, sólo sentía un profundo dolor. Habían atacado mi alma, a mis miedos más profundos, y dolía más que diez patadas en las costillas.

   El dolor era insoportable. Era como un virus que se expandía más y más dentro de mi organismo, al punto de hacerme estallar como una maldita bomba.

—¡El escudo, Mackenzie! —pude entender entre tanto dolor.

   Pero no estaba en condiciones de generarlo. Estaba demasiado adolorida interiormente, que parecía como si me torturaran en la era medieval.

   Levanté la cabeza sólo para poder tener al menos una visión de la situación: Wade daba estocadas hacia otra persona, una que era híper resplandeciente; hasta incluso parecía que emitía luz dorada.

—¡Se supone que los jefes no pueden pelear en la guerra! —gritaba Wade— ¡No deberían jugar sucio, para eso estamos nosotros!

—Tu raza es tan sobrevalorada que creen que son los únicos que portan la maldad en su interior —contestaba la voz de una mujer. Era tan melódica que dolía—. Hemos provocado una guerra que involucra la muerte de la raza humana, no puedes esperar bondad después de eso.

   Las espadas chocaron.

—Entonces Alaric puede pelear también.

—Tráelo. ¿Crees que le temo a tu jefe? Por favor. Le servimos al más grande, a la persona que desterró a tu jefe del paraíso. ¿Quién crees que tiene más poder aquí?

—Retírate, Evelinne. No eres parte del ejército.

   Las hojas volvieron a encontrarse.

—Por tu osadía de desafiar mi autoridad, juro destrozar cada parte de ti hasta convertirte en el mismo polvo.

   Y entonces el dolor se detuvo.

   Comencé a toser sangre.

—¿Audrey? —Wade puso su mano sobre mi espalda— ¿Me escuchas?

   Me sequé la boca con la mano sin importarme si me manchaba o no.

—Sí —carraspeé—, ahora sí.

Juego Celestial [Trilogía Trascendental #1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora