Capitulo 2: Raramente feliz

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"Mierda"

Me escondí rápidamente entre la pared y la puerta, como si fuese un niño al que han pillado robando las galletas. Me sentí estúpido, y ya de por si lo era. Me reprendí mentalmente. Él no me había visto. Claro que no. Yo ya estaba escondido antes de que me dirigiera sus ojos. Evité chasquear la lengua porque realmente estaba siendo muy infantil. Una parte de mí me decía que debía hablarle, que eso no era malo. La otra parte se negaba a ceder. Así que allí me encontraba, debatiéndome en ir o no ir a saludarlo.

—¿Vas a estar escondido todo el día allí? — inquirió con tono divertido. 

Volvía  a mirarme risueño, como si fuera brujo y supiese que lo estaba estudiando. Sus ojos se clavaban como cuchillas en mi piel, viendo más de lo que se podía ver a simple vista y más de lo que yo quería que viera.

Fruncí el entrecejo; turbado y extrañado. 

Pues así, todo confuso e ignorante, salí de mi escondite y en su dirección, mirando de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. El patio trasero era amplio y bastante desierto. Nada de arboles grandes, ni de jardines, solo algunos trastos viejos. Solo había un piso amplio, verde, liso, y más allá tierra seca y polvorienta. 

Luego me fijé en él, el chico que era prostituto, el muchacho que tenía nombre de demonio; había dejado de lavar por unos segundos y seguía observándome fijamente, sin importarle si aquel gesto resultaba grosero, sin pestañear siquiera. Sus ojos casi almendrados eran claros a la luz del sol y parecían dos  lagos; transparentes y profundos. Intensos. Fríos. Indiferentes... Eran unos ojos inteligentes. 

"Definitivamente no me gustan esos ojos" pensé algo perturbado por aquella mirada tan fija en mí. Y como si pudiera leerme la mente, quitó su vista y volvió a su quehacer de lavar aquellos zapatos viejos. 

Un poco más tranquilo, llegué hasta él, manteniendo un metro de distancia. 

Se prolongó un silencio, de esos que parecen eternos. No era un silencio incomodo, algo de lo cual me forzara a hablar. Era más bien un silencio sordo, como si te sumergieran dentro del agua. ¿Cómo podría explicarlo? ¿Saben de esos silencios que de repente llegan, sin  avisar antes ni decir nada después? De esos que parecen que el mundo se ha quedado sordo, sin una gota de ruido. Silencio. En mute. Casi como el blanco y el negro. De los que quedan al cortar una flor, de los que perduran después de un funeral, de los que insiste en quedarse después en el pensamiento. Te hace sentir como una pepita dentro de una inmensa sandia. 

El caso es que allí estaba él, el prostituto, y estaba yo, el fracasado, contemplando en silencio el acompasado movimiento de sus brazos que se esforzaban por sacarle la mugre a los zapatos. 

—¿Has encontrado algo que te guste? —me preguntó de la nada. 

—¿Cómo dices?—parpadeé confuso

—Eso; que si has encontrado algo que te interese.

—Sigo sin comprender.

—Es que como has estado mirándome todo el rato, pensé que buscabas algo interesante en mi —la naturalidad de su voz me indicó que no era la primera vez que alguien lo veía fijamente. Me mantuve en silencio sin saber qué decir.

Sentía sus ojos clavados en mí, esperando una respuesta convincente. Me removí en mi sitio, casi incomodo. Levanté un poco la vista, solo para ojear si se estaba riendo de mí o si estaba enojado, pero solo encontré un rostro despreocupado.

—Entonces... ¿Qué es lo que miras? —insistió. 

No fue una pregunta exigente, tampoco una llena de molestia, era más bien una pregunta curiosa. Tal como preguntarse por qué los pájaros vuelan y nosotros no. Fijé la vista en los zapatos que él lavaba preguntándome eso mismo: ¿Qué miraba? 

La miserable compañía del amor.Where stories live. Discover now