Epílogo: Sombras emergiendo

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Los labios rosados de Ángela Miller se curvaron en una fina línea y sus ojos –nuevamente azules como zafiros- refulgieron en la oscuridad.

La hermosa vampiresa -convertida de retorno a su forma humana- avanzó con tranquilidad por el enorme y escalofríante patio del monasterio, custodiado por las resistentes murallas de protección y adornado por columnas que formaban arcos dando acceso al recinto clerical.

Pero la joven no se encaminó hacia ningún sitio que no fuera la colosal torre postrada frente a ella, en el centro de aquel patio bordeado por un sinfín de gruesos y tupidos árboles sombríos.

—¡ Ah sí que has regresado! — murmuró repentinamente una voz fría y sibilante, de una mujer al parecer.— La oveja preferida ha vuelto a su rebaño.

— Ivy, que sorpresa tan... desagradable encontrarte a ti antes que a nadie— respondió Ángela indemne a la par que desde la penumbra creada por los arcos aparecía una figura alta y esbelta, sigilosa como un gato; iba ataviada con una túnica y capucha de color carmesí oscuro, uniéndose a la rubia en su ascenso por la torre.

— Me doy cuenta que has fallado, y el Gran Maestre no estará para nada complacido— farfulló orgullosa la mujer de capa roja, y una pupilas gris azuloso penetraron con odio los ojos azules.

— ¿Qué te hace pensar que fracasé? — quiso saber Ángela sin perder ni un segundo la sonrisa que enmarcaba su rostro.

La vampiresa de cabello castaño y rizado oculto bajo la capucha borgoña, la miró con profunda burla.

— Tal vez porque has arribado aquí tu sola— observó Ivy mientras dejaban atrás la primera estancia –hecha en paneles de piedra con unas sencillas escaleras alrededor- para subir al segundo nivel. —No veo contigo ni a la traidora, ni al licántropo.

Una sonora carcajada salió disparada e incontenible de la chica de cabellos dorados.

— A quien debo dar explicaciones es a él, no a ti querida. No te emociones demasiado Ivy, yo seguiré siendo la preferiti de nuestro señor.

Ninguna de las dos hermosas deidades inmortales pronunció palabra en tanto pasaban de largo el segundo cuerpo de la construcción, tallado en ladrillos y con ventanas románicas en sus paredes; algo poco usual en aquella región española.

— Controla tus instintos dulzura, puedo oler tu furia gritando por poder atacarme—. Se mofó la pálida vampiresa de capucha negra, mientras llegaban hasta el piso superior de la torre, donde al final de la escalinata de piedra caliza relucía una pesada puerta doble de madera tallada.

— Es mi hijo, maldita arpía y tú...— Pero la mujer de cabello en rulos no pudo terminar su reproche pues en ese preciso instante las puertas dobles se abrieron hacia el interior, con un escabroso chirrido de ultratumba.

Las dos vampiresas; una sonriente y segura, y la otra frustrada y furiosa avanzaron a la estancia.

Era un lugar escalofríante y sin embargo, también resultaba sumamente exquisito y embriagador. Las paredes en aquel último punto de la Torre de don Fadrique estaban labradas en ladrillo, con argollas de hierro incrustados en ella para sostener unas gruesas cortinas negras que Ángela bien sabía, bloqueaban toda luz exterior que pudiera colarse por las lujosas ventanas góticas de arcos y columnillas.

La vampiresa de ojos azul zafiro penetró en aquel salón con elegancia y ligereza, pero la segunda se quedó anclada en la puerta sin desear ser partícipe de aquello.

— Diría que mi corazón salta de regocijo al veros de regreso mí dulce niña, pero vos sabéis que no tengo corazón— susurró de entre las sombras una voz sádica y espectral. El Gran Maestre la esperaba.

EL PORTADOR 1:  El medallón perdidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora