29. Aliados

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Ian apretó los parpados y se mantuvo rígido durante uno segundos, horrorizado por lo que acababa de ocurrir.

Alex y él se oprimieron contra el muro mirando a su alrededor perplejos e impactados por el acto menos egoísta que habían visto jamás.

Aun con la debilidad de su cuerpo y mente por la pérdida de sangre, Alexander comprendió que no debían permanecer en ese sitio. Debían huir cuanto antes.

Mareado dirigió la vista hacia abajo, al enorme vestíbulo abarrotado de personas combatiendo. Entre la multitud vio estupefacto el cuerpo chamuscado y muerto de Rubén boca arriba, con las cuencas de los ojos vacías en un rostro quemado y deforme. Sintió una punzada de tristeza.

Sí lo pensaba bien él jamás odió a Rubén en realidad; alguna vez incluso, llegó a tenerle cierto aprecio, el tipo de afecto que puede sentirse por algún pariente cercano. Y ahora ya nada podría cambiar.

— ¡Alex tenemos que irnos! —escuchó como por un tubo hueco el grito desesperado del que ahora estaba seguro, era su fiel amigo Ian Köller.

Alex parpadeó.

Con rabia sulfurando su lastimado corazón, el muchacho de tez cobriza embadurnada de sangre seca y polvo quiso abalanzarse contra el maldito Edgar Fäciell, acabando así con ese bastardo humano cuyo rencor se había ganado a pulso. Pero entonces como conjurado por su oscuro deseo, una criatura bestial de vello castaño claro evadió fuego, cazadores y armas blandiéndose para finalmente lanzarse sobre el estúpido humano de nariz afilada, destrozándole la garganta con una letal mordedura.

— ¡Alex, la luna! —murmuró la voz cascada de Ian, y en un acto reflejo el muchacho levantó la vista al frente; los potentes rayos de la diosa luna se imponían por todo el suntuoso lugar, otorgándoles poder.

Al fin la caprichosa dama argéntea les devolvía la sonrisa y tanto Alex como Ian vieron a un par de licántropos transformados, defendiendo con garras y dientes su vida y atacando a diestra y siniestra a sus enemigos humanos.

— De-debo ayudarles— dijo Alex sin poder creer que lo estaba diciendo.

Después de todo siempre había aborrecido a sus compañeros, pero aquella noche era distinto, la bestia en su interior bramaba aguerrida por una traición mayor. La humanidad ya no significaba nada para él.

— No hay tiempo para eso. Además estás muy débil y solo conseguirás que nos maten— recriminó el chico de cabello aplastado y gafas, asustado y molesto—. No quieras renunciar al sacrificio que Rubén ha hecho por salvar tu vida.

Aquel reproche hendió su alma.

«Sacrificio» pensó adolorido. Muchas personas habían sacrificado ya su vida por mantenerlo a salvo; sus padres, su hermano, su abuelo y ahora alguien que jamás pensó que lo haría.

Ian tenía razón. Él debía sobrevivir.

—Hay... hay unos pasadizos o-ocultos en las mazmorras, nos... nos sacarán de aquí— musitó en un silencioso quejido el muchacho de ojos caramelo, y con toda la energía que fue capaz de reunir guió al esmirriado Ian a través de la muchedumbre enardecida, camino de aquel oscuro sótano al que Katherine llamaba «La Galería».

Con la mirada entornada Alex pudo distinguir entre la maraña de personas que combatían, el cadáver rígido y ensangrentado de Jennifer Sylvana y casi sintió deseos de devolver el estómago al notar que no tenía cabeza; cercenada aparentemente por una cruel asestada.

— Vamos Alex, rápido— instaba Ian presa total del pánico, advirtiendo como el fuego crecía a gran velocidad lamiendo cada centímetro de la estancia, soltando un humo negro que les permitiría escapar del bullicio sin ser reconocidos.

EL PORTADOR 1:  El medallón perdidoWhere stories live. Discover now