28. Sacrificio

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Alexander no entendía del todo lo que estaba sucediendo a su alrededor.

Sus ojos que se habían acostumbrado ya a la repentina oscuridad de la habitación, se deslumbraron y cegaron por el brillo chispeante de la luz roja.

— ¡Aaaa! ¡Maldición! —vociferó la voz gélida y gutural de la ahora vampiresa, más parecida en aquellos instantes a un murciélago gigantesco.

El muchacho sintió con profunda agonía como las afiladas uñas en forma de garras negras y curveadas de la vampira se clavaban con rabia en sus brazos, desgarrando jirones de piel y sangre.

— ¡Suel-ta-me! — gritó entre gemidos el licántropo, intentando mantener parte de su débil transformación lupina, aunque el esfuerzo era demasiado a falta de energías.

El demonio y la bestia rodaron por la habitación sombría, volcando con el choque de sus pesados cuerpos muebles y estantes provocando que montones de volúmenes se desplomaran con estrepito, deshojándose al caer al suelo. Fue entonces cuando Alexander creyó que se encontraba en el mismo infierno.

Con pupilas dubitativas pudo percibir que aquella fugaz luz roja que vio sobrevolar sobre su cabeza minutos antes era fuego; vehemente fuego ardiendo en una flecha disparada aparentemente desde el exterior, atravesando la enorme ventana del despacho cuyos cristales estaban hecho añicos y esparcidos por el lugar.

Ambas criaturas escucharon el crepitar de las llamas que iban en aumento, lamiendo todo a su paso desde la flecha clavada en la puerta frente a ellos. La habitación se iluminaba infernalmente en tonos rojizos, mientras saltaban chispas ardientes que prendían madera, papel y tela; y en menos de un instante al despacho estuvo invadido por una nube espesa de humo oscuro y el calor insoportable de las llamaradas.

Hombre lobo y vampiresa estaban atrapados.

— ¿Qué es lo qué has hecho, estúpido? — gritó atronadoramente la cruel vampira, y su voz se escuchó como el rechinar de dos engranes viejos.

Sus ojos carmesí lucían atónitos y asustados. Pero ni Alex sabía con exactitud lo que ocurría.

De pronto, como una respuesta concisa a su interrogativa, una serie de gritos enfurecidos y chillidos horribles resonó en la mansión blanca. Era como si una revolución se estuviera suscitando justo bajo aquella habitación y a su alrededor. Advertida por los sonidos, la fétida vampiresa arriscó su horrible nariz demoniaca e inhaló con euforia en el contaminado aire.

— Humanos— murmuró.

El cerebro del muchacho se activó. Aquella simple palabra hecha murmullo en los labios de su siniestra enemiga parecía aclarárselo todo.

— Están atacando la casa. Me temo que al fin han descubierto sus secretos perrito, y yo no estoy dispuesta a formar parte del espectáculo—farfulló con aquel horripilante timbre gutural Ángela Miller, mostrando sus dientes puntiagudos parecidos a agujas punzantes a la vez que se retiraba del muchacho tirado bajo ella, con el amago de marcharse.

Alexander aprovechó aquel movimiento en falso, y con poco aliento se soltó de las garras aprensivas del demonio y atacó violentamente. Golpeó a la diabólica criatura con sus largas patas lobunas y la colisión los llevó a rodar por segunda ocasión bastante cerca del peligroso fuego.

Los ojos rojos de Ángela brillaron enfurecidos y su boca se abrió aún más, para amenazar con sus largos colmillos a su despreciable rival.

— Eres tan irritable y estúpido—arguyó iracunda la alada vampiresa, soltando una bofetada letal con su mano deforme y negra –igual que la garra de un buitre- contra el rostro lupino de Alexander, haciendo brotar sangre negruzca donde las garras cortaron la piel— Pero sobre todo eres tan débil, bola de pelo asqueroso.

EL PORTADOR 1:  El medallón perdidoWhere stories live. Discover now