24. Colonia

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Alexander iba manejando por la extensa autopista que salía del estado alemán de Baviera, sin ver ni oír realmente nada del exterior; iba ensimismado en su propio torbellino de pensamientos y no deseaba pensar en nada más. Ángela y él huirían, juntos... se fugarían una vez que él se hiciera con el legendario medallón y nunca más volverían a poner un pie el ruinoso pueblo de Moonsville. Jamás.

Podrían vivir libres, sin las opresiones de la odiosa Katherine, sin las molestias de sus estúpidos compañeros, sin temor a nada ni nadie. Se amarían libremente, para siempre.

Por su parte, el muchacho había abandonado la particular idea de viajar hasta Renania del Norte en avión –lo que habría costado una escasa hora de vuelo- pero su instinto le advertía estrepitosamente que debía mantener los pies sobre la tierra. Y no lo decía irónicamente; Alexander Branderburg odiaba tener que volar y su miedo por los aviones se había convertido en una de sus tantas paranoias.

En tanto que conducía preferiblemente en su flamante vehículo, pasando cerca de la ciudad de Ulm, su mente no conseguía perfilar más allá de una imagen en concreto: una chica de ojos azul zafiro, cabellos dorados y un rostro de piel tan blanca y cremosa como la porcelana.

— Gracias al cielo que te cruzaste en mi camino— murmuró para sí mismo pensando en su amada chica humana—. Definitivamente ella es lo mejor que me ha podido suceder en esta deplorable vida.

Con una sonrisa exuberante, el muchacho de tez cobriza fue aminorando poco a poco la velocidad mientras se orillaba de los carriles de la negra autopista y sacaba su móvil de la guantera, en donde Ángela lo había dejado tras anotarle las direcciones y los nombres de los dos Sialfax a los que el chico iría a buscar. Tecleó un número en la pantalla táctil y se colocó el aparato en el oído, esperando a una respuesta que llegó tras un par de timbrazos.

— ¿Alex? Vaya, pero que sorpresa que me llamaras. Llegué a creer que ya me habías olvidado— dijo la voz gangosa de un chico del otro lado de la línea, y no parecía bromear.

— No seas bobo Ian, ¿cómo podría olvidarme de ti? Eres casualmente, el amigo que me provoca más dolores de cabeza en el mundo, no podría olvidarme de ti aunque quisiera— respondió al teléfono el joven Branderburg con una sonora carcajada.

— Soy el "único" amigo de hecho— puntualizó Ian, una octava más alto de lo que debía—. Oh bueno eso era al menos antes. Las cosas han cambiado un poco desde la llegada de Ángela al pueblo—. Terminó el pequeño muchacho, con un timbre de voz que rayaba en el cinismo.

Fue entonces que Alex comprendió.

— Ah, ya capté la indirecta. ¿Estás enojado, cierto?

— ¿Enojado? No, no tendría por qué estarlo— respondió Ian con sinceridad —. Solo me siento un poco... desplazado. Es decir, está bien que salgas con Ángela y sea tu prioridad puesto que ella es tu novia pero... podrías administrar tu tiempo y también estar de vez en cuando con tus amigos.

— Mi "amigo" mejor dicho, en singular. Tú mismo acabas de decir que eres el único amigo que tengo— dijo el muchacho de cabello castaño oscuro y volvió a sonreír—. Lamento en verdad mucho lo distante que he estado, sé que no es excusa pero... me he liado demasiado en otros... asuntos.

— Descuida hermano, tomaré esta llamada como parte de tu disculpa— murmuró el pequeño chaval del otro lado del teléfono—; aunque, si pudieras acompañarme hoy al Deutsches Museum en Múnich serían puntos extras para ti.

En el automóvil, Alex meneó la cabeza y puso los ojos en blanco. "¿Museo?" pensó burlesco. Claro, para Ian Köller un museo resultaba tan excitante como una exposición de películas para adultos.

EL PORTADOR 1:  El medallón perdidoWhere stories live. Discover now