Epílogo: Sombras emergiendo

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Era medianoche.

Un hedor a muerte flotaba en el aire y la provincia de Andalucía era envuelta en una fría y espesa neblina que habría cegado a cualquiera, o al menos, a aquellos cuyas vidas tenían un límite de tiempo.

En lo alto donde la niebla no conseguía opacar ni dominar con su blancuzco velo, una potente esfera de un blanco perlado brillaba con todo su esplendor: luna llena, la caprichosa dama que durante esa terrible noche se erigía omnipotente.

No obstante todo su refulgente brillo con matices de argénteo, no podía ser admirado aquella noche por los simples mortales de la ciudad bajo sus pies. La ciudad de Sevilla estaba –en un sentido figurado- sumida en un sueño como de muerte.

Así "él" lo había propiciado.

En ese preciso momento una sombra negra se proyectó escalofríante sobre la niebla. Una figura grotesca con el aspecto de una gárgola demoniaca, cruzó justo delante de la luna y por unos segundos su aberrante anatomía se perfiló contra su brillo, formando una sombra larga y espectral.

Cualquiera que hubiese mirado hacia el cielo en ese instante habría recibido un susto de muerte, pero ni la niebla, ni el hechizo impuesto, permitieron que aquella criatura de tinieblas pudiera ser avistada por nadie. El secreto de su existencia era todo lo que les quedaba; el aseguramiento de su poder en el mundo de las sombras.

El demonio alado miró hacia abajo. Sus profundos ojos de color borgoña derrochando maldad pura, pudieron penetrar la gruesa capa de neblina para admirar el reino a sus pies.

El río Guadalquivir lucía siniestro bajo la mortecina luz de la luna con la ciudad de Sevilla extendiéndose esplendorosamente en todas direcciones, pero la mirada del demonio bebedor de sangre solo se concentró en un punto exacto.

Un antiguo y colonial edificio –parecido a una vieja hacienda señorial- dominaba el panorama justo en las cercanías de la rústica calle Becas. La llamada Torre de don Fadrique, situada al margen de las antiguas murallas de Sevilla, se ubicaba en el interior mismo del Convento de Santa Clara, y era allí donde la criatura alada se dirigía.

Aquella burda pero exquisita construcción de piedra y ladrillo, edificada en tres cuerpos, sobresalía como una columna antiquísima y solitaria en aquel preciso lugar; como si la torre de un castillo medieval hubiera sido colocada ahí por error.

Pocos mortales podrían saber pues, que oculta entre sus gruesos muros se encontraba la guarida del mismo demonio.

Improvisadamente asemejando a un ave de caza que ha visualizado a su indefensa presa, el gigantesco y temible demonio de piel ennegrecida plegó las alas a su cuerpo y descendió en picada -girando en sí mismo- hacia el extenso patio de cal y granito. Al principio parecía muy probable que se estrellaría contra el duro suelo pero justo cuando estaba por llegar a él, la criatura volvió a desplegar las portentosas alas angelicales de color negro, posándose con suavidad sobre el piso que constituía el edificio.

Rodeado por la neblina que lo envolvía, el demonio tembló violentamente al tiempo que su anatomía parecía disolverse en una especie de denso humo negro, más no era así. Las patas hechas garras de queratina oscura y punzante volvieron a ser un par de pies descalzos y blancos como el marfil, deshaciéndose de la piel escamosa que antes los cubría.

Las esplendorosas alas la envolvieron como un manto de satín negro mate, adaptándose a su cuerpo desnudo en forma de una capa con capucha; con suma cautela la dama naciente miró soberbia sus nuevas manos blancas, tan suaves y cremosas de alabastro y las utilizó para colocar la capucha sobre su cabeza en donde una melena rubia dorada y brillante ocultaba un cincelado y perfecto rostro de tez blanca, igual que la porcelana.

EL PORTADOR 1:  El medallón perdidoWhere stories live. Discover now