XXII. Un anciano y una chica

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XXII.     Un anciano y una chica

La plataforma del tren eléctrico no era como me lo había imaginado.  Yo siempre había pensado que la larga franja de cemento que recorría parte de la ciudad estaba atiborrada de viviendas improvisadas, corrales, puestos de vigilancia, etc.  La verdad es que está mucho mejor organizada que eso.  Cada 600 o 800 metros la plataforma se interumpe y para continuar el camino hay que pasar por un puente de madera angosto.  Este puente es plegable.  Junto a cada puente hay un puesto de vigilancia, dentro del cual hay una persona armada.  Estos guardias no tienen entrenamiento militar.  Cuando nos acercamos toman sus rifles mal y su condición física no es la ideal: Algunos son de avanzada edad, otros con sobrepeso.  

Los Halcones han desarrollado toda una sociedad en los altos de la ciudad para poder sobrevivir.  Y parece estar funcionando para ellos.  Además, por lo que podía ver cada tramo parecía ser autosostenible.  Cada uno tenía unas cuantas casitas, unas áreas comunes y espacio sembrado, así como corrales y otras cosas que no reconocía.

“¿De dónde sacan el agua para regar?”, le pregunto a Max, pero éste no me responde.  Durante todo el camino no comparte nada de información.  Lo entiendo.  Los Caminantes debemos parecerle una aberración.  Mientras que ellos viven en un orden planificado, yo soy el que aprovecha el caos.  Debe ver mi estilo de vida como diametralmente opuesto al suyo.

Algunos de los tramos son distintos a los demás.  Cada tres o cuatro de estos segmentos tiene uno que es distinto.  Que no tiene espacio sembrado, sino solamente una gran construcción alargada cerrada.  O que tiene una especie de taller con máquinas siendo arregladas bajo techo por un grupo de personas que pareciera que disfrutan su trabajo.  Cuando pasamos cerca a una de estas máquinas y yo me muestro interesado, Max le grita unas órdenes a algunos de los mécanicos, quienes de inmediato cubren su trabajo con una especie de cortina.

“¿En qué trabajan?”, pregunto sabiendo que no recibiré respuesta.

Caminamos por varias horas en línea recta.  Cada vez estoy más tranquilo, porque nos acercamos a mi zona.  Al área dentro de la cual tengo refugios y escondites.  En donde puedo sobrevivir con más facilidad.  Faltando un par de tramos para llegar al óvalo Higuereta, Max me hace entrar a una de esas construcciones grandes que rompen con la familiaridad que da el que los tramos se parezcan tanto entre ellos.

La construcción es de material prefabricado.  Las paredes son planchas de yeso comprimidas.  En invierno este lugar debía ser terrible.  Dentro había una especie de almacén compuesto de varios espacios pequeños.  Uno de los primeros espacios era una oficina, en la que dos personas estaban trabajando.

Uno es un anciano.  Se ve cansado, pero tranquilo.  Una tranquilidad que en este mundo es un verdadero lujo.  El otro es una joven.  Menor de edad y de pelo castaño lacio.  Tiene una expresión alegre en la cara.  Aunque parece estar algo aburrida en su puesto de trabajo.  De hecho, ambos aparentemente están haciendo cuentas.  Cuando me acerco le doy un rápido vistazo a los papeles que tienen sobre la mesa.  Están haciendo un inventario de lo que tienen.

“Hola, Max. ¿Qué nos traes?”, pregunta el anciano sin levantar la vista.

“Un Caminante”, responde.

“¿Y qué hace aquí?”, pregunta el anciano calmadamente, como si todo fuese parte de un guión.  Al mismo tiempo la joven se entusiasma y se me queda mirando.  Es curioso cómo particularmente esto es lo que más me intimida.

“Marion quiere que lo ayudemos”, explica Max. “¿Te acuerdas de Ana? Pues la atrapamos con el radio que se robó”

“Oh, qué bien.  Sé de varias personas a las que eso les alegrará el día”

La joven de pelo castaño sigue la conversación con mucho interés.  No obstante, no dice nada.  Sabe que no es su lugar.  Que no le corresponde.  Pero bien que está interesada por todo.

“Ana había engañado a este Caminante para que lo ayude.  Marion cree que sería conveniente que lo ayudemos.  Por mí hay que dejarlo tirado en el suelo a que sobreviva por su cuenta.  Pero en fin”

“¿Y cómo se supone que lo ayudemos?”, pregunta el anciano.

“Cómo crees”, responde Max. “Es Caminante.  Tiene su lista”

El anciano extiende la mano.  Yo no dudo en entregarle el papel.  

“Los tachados ya los tengo”, explico.

El anciano sonríe.

“Antes de la plaga era contador”, comenta. “Conozco cómo funciona una lista”

Yo también sonrío.  Éste es el tipo de sobreviviente que me gusta.  Uno de los que antes de la plaga tenía un trabajo de verdad, útil para la sociedad, y que después de la plaga demuestra esa utilidad siguiendo ejerciendo.  Me encanta, porque deja en claro que esos petulantes que antes de la plaga nos chupaban la sangre con trabajos irrelevantes, como abogados o políticos, no hacían falta.

“Tenemos todo lo que necesita”, concluye el anciano.  Luego se voltea hacia Max. “Pero, ¿estamos seguros de que queremos brindárselo?”, luego me sonríe nuevamente. “Mira, muchacho, no es nada personal.  Me caes bien y todo.  Pero tienes que entender que no nos sobran estas cosas. ¿Me comprendes, no es cierto?”

Yo asiento.  Lo comprendo completamente.  Es más, lo respeto más por hacer la aclaración.  Max asiente y luego el anciano le da la lista a la joven.

“Ve y trae lo que necesita”

Ella se demora unos segundos en reaccionar.  No quiere quitarme los ojos de encima.  Soy una curiosidad para ella.  Algo que hay que seguir observando. ¿Quiere eso decir que la vida de esta chica es aburrida? ¿Que todos los días hace lo mismo? ¿Que está buscando emoción en su vida? Tomando en cuenta que vive a unos metros por encima de una ciudad plagada de cadáveres reanimados que buscan alimentarse de su carne, parece como si los Halcones han sido bastante efectivos en proteger a su población.  Debo procurar recordar esto.

Y agradecer el que me estén proveyendo de todo lo que necesito.

Requiem por LimaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora