III. El refugio cero

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III.     El refugio cero

Así es como lo llamo: El refugio cero.  Ahí es a dónde siempre llego cuando hago estas visitas a la ciudad.  Mi primer objetivo.  Lo primero que debo hacer.  Básicamente porque la única manera de llegar al medio de la ciudad es a través del velero de Luis.  La alternativa es caminar desde los bordes de Lima y entrar de a pocos, lo cual puede demorar días y puede resultar bastante peligroso.  No, ser dejado por el velero es mucho más práctico. 

No obstante, el velero no puede esperarnos frente a la Costa Verde, porque lo que hacemos está prohibido.  La Marina del Perú ha dejado bien en claro que ningún civil debe ingresar a la ciudad sin autorización oficial.  Y ellos jamás darían autorización para que nosotros entremos a extraer los objetos o artículos que nos encargan que busquemos.

Así que la única forma de hacer lo que hacemos es ser arrojados por un velero en frente a la Costa Verde y nadar hasta la orilla.  Sin embargo, si haces eso con todo el equipo encima que necesitarás por la semana que pasarás en una ciudad infestada de muertos vivientes, lo más probable es que te ahogues antes de llegar a tierra firme.  Por eso es que dejo mi equipo completo en la misma ciudad.  En el refugio cero.

Dejo ahí todo con la esperanza de que la próxima vez que venga lo encuentre todo.  Y si no lo está, porque algún otro Caminante lo encontró o porque algún otro de los dementes que recorren la ciudad pasó por ahí, no importa, porque tengo otro refugio cercano.  Claro, tendría que correr a él para llegar cuanto antes.  Pero de todas maneras no sería fatal.

En todo caso, mi refugio cero se encuentra al final de la Bajada Armendariz, en una zona residencial que está pasando la Vía Expresa.  Cuando fue la epidemia las casas que había en esa zona estaban siendo vendidas lentamente para dar lugar a terrenos en los cuales se construirían altos edificios de departamentos.  Por suerte cuando todo reventó, aún había muchas casas.

¿Por qué no usaría edificios? Pues, porque son trampas mortales.  Si uno se resguarda en lo más alto de un edificio y por alguna razón un zombie siente tu escondite, comenzará a dar vueltas al edificio gruñendo y haciendo bulla, lo que atraerá a más zombies, que también gruñirán y harán bulla.  En poco tiempo uno tendrá una pequeña horda esperando a que bajes.  Y no importa cuánta comida hayas almacenado en ese refugio, nunca será suficiente.  Algún día tendrás que bajar.

Por eso prefiero refugios que cuenten con múltiples rutas de escape.  Con varias formas de huir, si es que muertos vivientes me encuentran.  Por eso casi todos mis refugios en Lima son en casas que de preferencia tengan apenas un piso.  Dos a lo mucho.

Ahora, escoger una casa para que sea uno de mis escondites toma tiempo.  Cuando salgo de mi zona usual siempre estoy atento a una casa que pueda tomar para usar como refugio si es que hace falta.  Y es que si me alejo mucho de mi zona, eventualmente caerá la noche y tendré que descansar y resguardarme de lo que la noche me tiene preparado. 

Mi refugio cero está en una quinta, como la mayoría de mis escondites.  Hay que abrir una reja, que está cerrada con un candado.  Solo yo tengo la llave para ese candado.  Y si un día llegara y viera que el candado ha sido roto, sabría que alguien encontró mi escondite.  He pasado noches enteras pensando en lo que debo hacer en esa ocasión: Entrar a rescatar lo que se pueda o huir sin arriesgarme a entrar.  Aún no llego a una conclusión.

Detrás de esa reja hay un largo pasillo de unos dos metros de ancho.  Antes de recorrerlo, cierro la reja y le pongo candado.  No quiero que nadie me siga, vivo o muerto.  Y si dentro encuentro algo indeseable, hay otras formas de huir.

El pasillo tiene varios metros de largo y a los lados tiene puertas que llevan a casas de dos pisos, las cuales alguna vez ya revisé.  Todas ellas están limpias de zombies o de recursos.  Todo lo valioso lo moví a la casa de más al fondo.  A mi refugio cero.

La última puerta tiene una cerradura como la de todas las demás.  Cuando decidí que detrás de esa puerta pondría mis cosas, no quería que llamara la atención, que fuese distinta a las demás. Por eso el candado está colocado abajo, a la altura del suelo.  De esa manera pasa desapercibido.   Abrí la puerta.  Y entonces esperé unos segundos.  Golpeé la madera ligeramente y luego recién entré y la cerré.

Si hubiese un zombie dentro, el sonido lo habría atraído.  Pero parecía que esta vez ninguno de ellos había llegado hasta ahí.

Entré, cerré la puerta, pero no le eché llave (por si debía huir de un momento a otro: mi ruta de escape incluía entrar a una de las casas del pasillo) y fui hasta el cuarto de más al fondo, lo que había sido la recámara de la pareja que había vivido aquí antes de la epidemia.  Ahí, apiladas contra la pared, se encontraban varias cajas de plástico con mis pertenencias más urgentes, tal como las había dejado cuando estuve en la ciudad por última vez.

Tienen que estar en esas cajas de plástico para evitar que los insectos que ahora tienen rienda suelta en la ciudad se alojaran en mi ropa o se comieran mi comida.  Eso es algo que aprendí de la peor manera posible.  Nunca olvidaré cuando desenvolví una bolsa de dormir y encontré una rata muerta dentro.  Tuve que quemarlo todo por temor a contagiarme de alguna enfermedad y morir solo y abandonado en el medio de Lima, rodeado de zombies que nunca llegarían a comerse mi cadáver, ni siquiera.

Así que saqué ropa más propicia para la semana que se me venía.  Saque los botines negros que tan adecuados me parecían para estar corriendo de un lado para otro de la ciudad, la mochila en la que metería lo esencial y el pequeño maletín que me colgaba del hombro y que me permitía llevar cosas a la mano en caso de una emergencia. 

Y en una esquina, las tres armas con las que me protegería durante esta semana de peligros.  Una era un cuchillo de cazador, el cual coloqué en un estuche que me colgaba de la correa.  El segundo era un revolver viejo de seis balas.  Viejo y anticuado, pero confiable para alguien que no sabía mucho de armas como yo.  Y finalmente, una arma modificada que alguna vez había traído de la colonia en la que vivo.  Un mecanismo que me permite lanzar arpones delgados que atraviesan a los zombies en la cabeza.  Es un buen medio para deshacerme de ellos a una distancia.  Toma unos segundos recargar, pero es silencioso.

Requiem por LimaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora