LUCA

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Cinco días se le suman al calendario en Estados Unidos.

Cuando aterricé en DC tuve la primera reunión y no había descansado en todo el día. Apenas le había dejado un mensaje a Anna, por la diferencia de horarios no calzábamos casi nunca y podía sentir como comenzaba a echarla de menos.

Esa mujer me había arrancado la piel y se colocó dentro de mí alterando todos mis sentidos.

Los siguientes días paso de avión en avión, desde DC a California, luego a Colorado, y el siguiente destino es Nueva York, donde me encuentro ahora.

Me siento en sintonía y a pleno haciendo lo que me gusta. Los autos me apasionan, amo los números y lo de representar a una empresa que une mis aficiones se me da de puta madre.

Al llegar a mi habitación en el hotel Plaza Manhattan, solo deseo quitarme el traje —es lo único que uso aquellos días—, y tirarme a la cama para intentar hacer FaceTime con Anna, es muy tarde para mí en Nueva York, pero es un buen horario para ella.

Después del segundo timbre, atiende la llamada. Unos ojos brillantes; azules con esas manchitas verdes, es lo primero que veo al otro lado de la pantalla. Está en mi habitación, digo, en nuestra habitación y lleva un jersey azul cielo porque el otoño hace su aparición ya en España.

—Hola, muñequita —sonrío ante ese apodo del cual me he adueñado. Así la llama su padre y yo creo que encajaba tan bien con ella porque lo es, una muñequita. Mi muñequita.

—Te echo de menos —hace un mohín.

—Y yo a ti.

Lleva siempre su piel tan iluminada y sumando la sonrisa que me regala en ese momento, hace que aumenten mis ganas de acabar con el trabajo y tenerla en mis brazos cuanto antes.

Hablamos un rato sobre mis días y ella también me cuenta sobre los suyos. Aunque está un tanto extraña, igual habla con mucha ilusión sobre lo que está comenzando a hacer. La escucho atento hablar sobre sus libros, de su descubrimiento e interés por hacer contenido con ellos y todo ese mundillo que solo puedo prestar atención porque es ella quien me lo cuenta y me atrapa con su típico brillo labial con el cual yo me pierdo en el movimiento de sus labios.

—Me gusta que te encuentres. Que descubras cosas que de verdad te gusten —agrego cuando termina de contarme todo lo que quiere hacer.

—Gracias. Y gracias también por no juzgarme —comienza a jugar con la manga del jersey.

—No hay razón para hacerlo. Jamás lo haría.

Asiente en forma de agradecimiento. Es ahí donde puedo notar por qué nunca se encontraba o por qué ella creía que nada le gustaba. Siempre la han juzgado y yo no seré uno más. Yo seré la diferencia para ella.

—Luca, debo contarte algo... —tiene toda mi atención en ella cuando de repente una llamada de mi padre entra para interrumpirnos.

—Lo siento, es mi padre. Debo devolverle la llamada para aclarar unas cosas sobre la reunión que tendré mañana.

—Está bien —me sonríe de lado.

—Pero si es rápido puedo escucharte.

—No. Otro día, cuando tengas más tiempo hablamos —se comienza a despedir.

—Está bien. Cuídate. Puedes escribirme para cualquier cosa que necesites.

Asiente.

—Luca.

—¿Sí?

—Quería decirte que te...

—No. No lo digas —la interrumpo—. Yo también quiero decírtelo, pero me haría más ilusión que sea en persona. También tengo ese sentimiento.

Si lo que ella quiere decirme es, te quiero, no deseo escucharlo a través de una pantalla. Quiero que la primera vez que nos digamos eso que sentimos, sea en persona, cara a cara. Donde luego pueda envolverla con mis brazos y hundirme en sus labios.

Sonríe de una manera de la cual se me eriza la piel. Y nos despedimos.

Tengo asuntos pendientes, pero de mi cuerpo no se van las ganas de sentir su calor de nuevo.

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Me encanta la energía de Nueva York. La gente es tan enérgica y cada uno va centrado en sus asuntos. Nadie despega la vista de las pantallas de sus teléfonos, todos de trajes y maletín y en cada esquina hay un turista con su cámara capturando cada detalle.

Paso por la tintorería a dejar mis trajes Boggi. He viajado solo con tres de ellos para estar lo menos cargado posible, ya que me muevo de una ciudad a la otra. Después de allí mi siguiente parada es una de las oficinas del grupo Montclair con el que estamos trabajando para poder traer los mejores autos de lujos a sus clientes nicho.

La llamada de la noche anterior con mi padre fue bastante rápida, me indicó los asuntos importantes que debo hablar en la reunión y cómo presentar los mejores autos. Lo sentí bastante extraño y apagado, pero es normal en él. Cada cierto tiempo decae o se vuelve a sentir solo y culpable con respecto a lo de mi madre. Y por esa razón en la mañana desperté con todas las energías puestas en mi trabajo para poder encargarme de las empresas de primera mano luego de mi graduación, que, de hecho, faltan dos semanas. Voy estudiando en los pocos tiempos libres que me quedan, pero estoy mentalizado y confío en mí.

Quiero llevar el nombre de la empresa bajo mi responsabilidad y que mi padre pueda salir de ese mundo y disfrutar de los años que tiene por delante como lo merece.

—Buenos días, señor Kuesel —me saluda la secretaria de la empresa mientras me dirijo a la sala de juntas donde se llevará a cabo la reunión.

Es un edificio en Flatiron District, de los típicos en Nueva York. Completamente espejado y todas las oficinas cuentan con vista panorámica a toda la ciudad. Desde donde me encuentro; en una de las cabeceras de la mesa, donde voy a liderar la charla, puedo ver los rascacielos de Manhattan.

La reunión es amena y se me hace muy corta. El hablar de autos se me da de manera fluida y cada integrante en aquella sala me ha prestado estricta atención en todo.

Presento nuestras mejores marcas y modelos a los también presentes y más importantes: los clientes. Algunos de ellos deciden estar de primera mano seleccionando sus tan caros autos de edición especial que pedirían.

Empresarios, artistas y algún jeque árabe, son algunos de los mejores inversionistas.

Al final de la reunión me siento con el pecho inflado. A pesar de mi corta edad de veintitrés años (veinticuatro dentro de poco), me siento grande y respetado por todos. Confiado, como soy yo.

Me despido de cada uno de ellos y estoy acomodando el MacBook en mi maletín, cuando siento la vibración del móvil. Leo el mensaje de mi padre en la pantalla que dice:

Papá:
          Tenemos que hablar. Y no de la empresa.

Por Primera Vez ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora