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Frank


Pasaron alrededor de dos semanas desde que Sasha se fue. En el instituto, como era de esperar, las cosas se tornaron distintas sin ella. Pero seguí el consejo que me dio antes de irse e hice dos nuevos amigos. Uno era Max, que, de entre todos los chicos que fueron mis compañeros en la obra, fue el más se quedó a mi lado, y la otra se llamaba Ruby, la chica que se convirtió en mi nueva pareja en los trabajos de matemáticas. A partir de que comenzamos a hablar, no hubo ni un solo día en el que me dejaran sin compañía en el comedor escolar.

Sin duda, valoraba sobremanera que Max y Ruby me acompañaran, pero Sasha me hacía muchísima falta. Era la primera vez que extrañaba tanto a alguien, hasta el punto de llorar las primeras noches después de su partida. Cuando más la echaba de menos era al inicio de la jornada de clases, cada vez que entraba al salón de matemáticas. Volteaba a ver a mi lado y veía que, el asiento donde solía sentarse ella, ahora estaba ocupado por otra chica, que se llamaba Marina.

En uno de estos últimos días, me quedé viendo el asiento de Marina por un momento, que se extendió más de lo que debía. El caso es que me imaginé que Sasha estaba ahí, cautivándome con su manera de ser inconfundible.

—¿Qué miras? —me preguntó Marina con una mirada de pocos amigos. No era una chica muy sociable que digamos.

—Nada, nada —le respondí rápido, y dirigí mi mirada hacia el frente para ponerle atención al profesor Cay.

La tarde de este día, me apeteció ir al parque. En mis adentros, sabía que me lastimaría visitar un lugar donde, los últimos meses, solía ir con Sasha. Pero mi afición a la melancolía me arrinconó a enfrentar cualquier tipo de recuerdo, sin importa lo triste que fuera. Se podría decir que, en cierta medida, también era un tanto masoquista al tratarse de sentimientos de tristeza.

El día estaba opaco, pero, según el pronóstico, la lluvia aguardaría hasta la noche, por lo que no tenía que preocuparme por regresar empapado a mi casa. Al llegar al parque, por supuesto, me senté bajo el mismo árbol que solía compartir con Sasha. Una brisa helada comenzó a soplar, obligándome a recogerme en mis brazos para protegerme del frío. Miré la vestimenta que llevaba y, de igual forma que en ocasiones anteriores, me percaté de que había cometido el descuido de no llevar un suéter, por lo menos. Estas decisiones en mi manera de vestir, que, la mayor parte del tiempo, tomaba inconscientemente, me inducían a pensar que prefería la ropa de verano por encima que la de invierno.

Pasados unos quince minutos, miré que llegó Elena, que se sentó en el césped, acomodó todos sus utensilios para pintar y se puso manos con un retrato que traía. Por lo que logré ver, desde mi posición, se trataba de otra pintura de mariposa. Una sonrisa involuntaria se dibujó en mi rostro mientras la observaba. Recordé que ella fue la primera persona que Sasha eligió para que me acercara a hablarle.

No me quería perder la oportunidad de saludarla, así que me puse de pie y me acerqué a ella.

—Hola, Elena —la saludé—. ¿Cómo te va?

—Hola... —me saludó ella, que me miró e hizo un esfuerzo por reconocerme.

—¿Me recuerdas?

—Sí te recuerdo —afirmó ella—. Pero tu nombre se me escapa.

—Empieza con F.

—Mmm, Frank, ¿no?

—¡Sí! Buena memoria —le dije, como felicitándola—. Lo normal hubiera sido que no recordaras mi nombre, ni intentándolo.

—He mejorado en ese aspecto. Antes tenía memoria a corto plazo. —Se rio.

Observé la pintura de mariposa, que estaba casi terminada, más de cerca. Los colores de la misma eran verde agua con tonos oscuros de negro. La ejecución artística del retrato era tan hermosa que me provocaba un sentimiento que no entendía.

—¿Cómo es que pintas tan bien? —le pregunté.

—Solo es práctica, práctica y más práctica.

—Y talento. No le quites el valor a eso.

—¿A ti te gusta el arte?

—Sí —asentí—. Aunque, a veces, no logró entender ciertas obras. Pero, aun así, me emocionan.

—El arte conmueve, aunque no lo entiendas.

—¿Sí?

—Por ejemplo, cuando éramos niños, no entendíamos de qué hablaban las letras de algunas canciones, pero, aun así, el ritmo o la emotividad con la que eran interpretadas lograban ponernos tristes.

—Muy buen ejemplo.

Elena dejó de pintar por un segundo y dirigió su mirada hacia el árbol donde me hallaba sentado hace un momento.

—Por cierto, ¿dónde está tú amiga? La chica que una vez me vino a hablar. Creo que se llamaba...

—Sasha —le ayudé.

—Sasha —repitió ella—. ¿No vino contigo hoy?

—Se fue de la ciudad. —No pude ocultar mi tristeza—. No sé si la volverás a ver aquí conmigo.

—¿En serio? —Sentí la empatía de Elena tan solo con su mirada—. Lo siento mucho.

—Es triste despedirte de una persona, sabiendo que hay una posibilidad de que no la vuelvas a ver.

—Entiendo ese sentimiento —aseguró ella—. Yo me despedí de alguien de la misma manera.

—¿El mismo que mencionaste aquella vez, que te regaló la pulsera de mariposa?

—Sí, ese mismo. —Una sonrisa se dibujó en su cara, como si hubiera recordado algo especial—. Por cierto, tu esencia me recuerda a la de él.

—¿De veras? Eso suena profundo.

—Lo es.

Continuamos nuestra conversación, retomando el tema del arte de nueva cuenta. Elena me habló de las pinturas que había hecho, las que estaba haciendo ahora mismo y las que tenía en mente. Me fascinaba escucharla hablar de sus obras porque lo hacía con una gran pasión.

Al cabo de un rato, empezó a oscurecer, los dos nos pusimos y nos preparamos para irnos.

—Pero seguirás en comunicación con Sasha ¿verdad? —me preguntó antes de despedirnos.

—Sí, cada día le mando un mensaje para saber cómo esta.

—Me alegra que, al menos, tengas eso —dijo ella, que, con un tono triste, agregó—: Yo nunca volví a saber nada de mi chico especial.

—Espero que algún día lo vuelvas a ver.

—Y yo espero que, algún día, pueda verte con Sasha de nuevo en este parque.

Mientras regresaba a mi casa, la brisa se puso más helada de lo que ya estaba. Sin embargo, me dio un poco igual, debido a que, durante todo el camino, fantaseé con el día en el que Sasha y yo nos reencontraríamos.

Solo dime cuál ©Where stories live. Discover now