XII

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Sasha


Desde que despedí a Frank en la puerta y se fue para su casa, no pude dejar de pensar en si cumpliría la promesa de contarles a sus padres sobre su ansiedad social. Y, aparte, también les tenía que pedir su consentimiento para aceptar la ayuda de mi mamá. En verdad, me pareció inaudito, por así decirlo, que Frank no le hubiese dicho a nadie acerca de su trastorno. A fin de cuentas, solo conmigo tuvo la confianza de hablar del tema, pese a que, en cierta medida, yo provoqué que lo hiciera. De todas formas, aquí fue cuando me pregunté: «¿Si nunca hubiera llegado yo, se lo habría contado a alguien alguna vez»? Lo más seguro, conociéndolo, es que no.

Antes de irme a dormir, no pude aguantarme y le mandé un mensaje a Frank, preguntándole si había cumplido su palabra, pero no me respondió, tan solo me dejó en visto. El hecho de que no me respondiera me dio el presentimiento de que no había hablado con sus padres. Me di la tarea de esperar su respuesta, la cual nunca llegó, hasta medianoche. A la larga, me quedé dormida, a pesar de que el ruido de los carros me seguía pareciendo una cosa odiosa.

El siguiente día, cuando me subí al bus en la mañana, no miré a Frank en ninguno de los asientos. Fue hasta que entré a la clase de matemáticas que pude percatarme de que estaba en el salón. ¿Había llegado caminando o sus padres lo habían venido a dejar? En fin, la cuestión es que se sentó una silla alejada de la mía, dando a entender que ya no quería sentarse a mi lado.

Ahora bien, aunque él no quisiera hablar conmigo, yo sí lo buscaría para que me explicara por qué se comportaba así. Decidí que a la hora del receso lo encararía en el comedor escolar. Me molestaba, en gran medida, su actitud. Pero no quería mostrarme enojada con él, ya que eso empeoraría las cosas.

—¿Por qué me evitas? —le pregunté, llegando a la mesa en la que estaba sentado.

Me quedó viendo por un segundo y luego miró para otro lado. Sus mejillas se pusieron rojas de la vergüenza.

—Frank —insistí, sentándome en la mesa—, ¿es por lo de ayer?

—No le dije a mis padres, Sasha —respondió por fin—. ¿Eso es lo que quieres saber?

—¿Ves que no costaba decirlo? No había necesidad de que huyeras de mí.

—Tenía vergüenza de decírtelo, ¿sí?

Suspiré.

—¿Y crees que te voy a regañar o qué? —Me reí para quitarle tensión al ambiente—. No soy tu mamá o tu papá.

Se me quedó viendo y, en una especie de cámara lenta, curvó sus labios en una sonrisa.

—No te conozco lo suficiente para saber si lo harías o no.

Negué con la cabeza, pero, a decir verdad, sí me molestó la posición que tomó.

—Cuéntame, ¿por qué no hablaste con tus padres? —le pregunté.

—No encontré el momento. Te repetiré lo que dije ayer delante de tu mamá: mis padres siempre están hablando de sus problemas. Nunca se dignan en ponerme atención. Si te pudieras poner en mis zapatos, al menos por un día, te darías cuenta de lo difícil que es hablar con ellos. Y, en este caso, me cuesta el doble sabiendo que les hablaré de mi trastorno.

—Sé que no es fácil para ti. Créeme.

—Lo intentaré de nuevo hoy, ¿te parece?

—Sí, claro —le dije, como agradeciendo que lo dijera—. Pensé que me dirías que ya no lo intentarías más. De hecho, no importa si te toma varios intentos, lo importante es que se los digas.

—Si tu mamá pregunta, ¿qué le dirás? Digo, me avergüenza saber que le quedé mal ayer.

—Le diré la verdad, Frank. Lo que te pasa a ti es algo que muchos adolescentes sufren hoy en día. ¿Recuerdas que te hablé de los amigos que tenía en mi anterior ciudad? Bueno, varios de ellos tenían los mismos problemas de comunicación con sus padres.

—Menos mal que no soy el único —dijo, sonando aliviado.

—De igual forma, tienes que encontrar el valor de hablar con ellos. Yo estaré aquí, dándote apoyo para que lo hagas. Pero sin meterte presión. —Hice énfasis en las últimas palabras.

—Gracias por tu apoyo, Sasha, —Me agradeció con sinceridad—. Nunca nadie me había apoyado de esta manera.

—No hay de qué. Solo te pido que no me vuelvas a hacer lo mismo de hoy. No me gustaría perder al único amigo que tengo aquí.

—Entendido, no lo haré más.

—Promételo —le pedí.

—¿Otra promesa? Soy malo cumpliendo promesas y ya te lo demostré.

—No eres malo cumpliendo promesas, más bien te tomas tu tiempo en cumplirlas.

—Bueno, lo prometo.

El tiempo que restaba del receso, lo consumimos hablando de nuestras clases, en especial la de matemáticas.

—Oye, saqué todos los puntos en la tarea de matemáticas —le dije, como agradeciéndole.

—Igual yo.

—Lógico. —Me reí—. Teníamos lo mismo.

—Pero tú fuiste la que copiaste.

—Y no te lo niego.

—Eres una copiona sincera.

—Ni se te ocurra decirme así delante de mi mamá. Me mataría.

—A ver, creo que tú podrías entenderle a cualquier tema de matemáticas —aseguró—. Solo tienes que poner empeño.

—Las matemáticas no se hicieron para mí, Frank.

—A mí tampoco es que me gusten —aclaró.

—¿No te gustan?

—No, no te confundas. Yo puedo hacer bien algo y aun así no disfrutarlo —explicó—. Es, básicamente, lo que le pasa a la mayoría de las personas con sus trabajos. Saben cómo hacerlos, pero no los disfrutan.

—Tienes un buen punto.

En este momento, Jason paso por nuestra mesa. Nos lanzó una mirada resentida, pero, al mismo tiempo, se alejó de nosotros.

—Parece que Jason aprendió la lección —me dijo Frank, aguantándose la risa.

—Y si no la aprendió —miré el caminar de Jason—, estoy preparada para enseñarle otra cuando sea necesario.

Solo dime cuál ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora