18. El Deber de los Ancestros.

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──Soñé con Escar ──le dije──. Lo vi todo, la ciudad, sus muros, todo, me pertenece ahora.

──Un solo trono nunca fue demasiado incómodo para los dos, ¿recuerdas?

Su cinismo solo atizó la ira en mis entrañas.

Sabía que debía ser prudente, había preparado qué decir cuando lo viera, todo tan ensayado con el cuidado de los mejores discursos.

Pero él nunca me había permitido ir por el lado razonable de las cosas.

──Te odio, Ciro ──zanjé──, pasé semanas pensándote, cómo sería, el reencuentro, verte otra vez, tuve miedo de caer como la misma estúpida que se mantuvo engañada tanto tiempo ──continué y él me observó atento a cada palabra──. Creí que verte, tenerte cerca… Que sería una lucha, que me haría dudar, caer de nuevo, te encargaste de que no fuera así. Ahora te veo, tus ojos, tu cara, tus labios, y solo recuerdo el tiempo en la celda y cada vez que me dejaste sola, y la forma en la que todavía esperas que vuelva contigo, y sé que te odio profundamente.

──Puedo soportarlo ──Su voz fue áspera en la afirmación──. Puedes odiarme todo lo que quieras, Kesare, trátame como a tu enemigo, ódiame, yo te trataré igual y cuando estés en el suelo, estaré listo para aceptarte de nuevo.

Se acercó y no retrocedí.

──No puedes lastimarme.

──¿Por qué estás tan segura, mi dulce esposa? ──La ironía era miel en sus palabras.

──Porque si pudieras, ya lo habrías hecho, no estarías tirando amenazas vacías ──Corté la distancia ante su mutismo, alcé mi barbilla para encarar directo a esos ojos grises──. No puedes tocarme, Ciro.

Él lo intentó, sus dedos rozaron mi piel, pero ninguno de los dos sintió nada.

Ciro desapareció, como humo en el aire, solo un fantasma.

KEIRA

Revolví la tierra junto al lago artificial, estaba húmeda y caliente debido al agua termal que llenaba los estanques del invernadero.

Se trataba de un espacio cubierto donde árboles y jardines verdes crecían y se enredaban protegidos del frío valtense.
El Sol tímido proveía destellos a los colores en la diversidad de plantas.

Un gran lago estiraba sus garras por los rincones del lugar, un camino de piedra surcaba el agua verdosa hasta llegar a un kiosko, que poseía un techo en punta que parecía imitar las cúpulas de Escar.

Cuando volví a mi tarea, una vez enterrado el tallo del seane, me pareció ridículo creer que la flor pertenecía ahí, que podría dejar crecer un pedazo de Kanver en medio de la esterilidad de Valtaria.

El blanco no es un buen augurio.

Tuve que saberlo desde el momento en que pisamos Katreva.

Un recuerdo amargo invadió mis pensamientos, el pecho cálido de Kaiser contra mi espalda, su mano desnuda rozando la mía mientras contemplábamos caer los primeros copos de nieve.

Recordé también la vez que se había reído de mí cuando intenté plantar un puñado de flores en su invernadero ─utilizado solo para huerta─, y finalmente como él mismo había conseguido un seto de rosas blancas que brotaron como botones entre la nieve.

Pero las rosas no duraron mucho hasta marchitarse en el frío, y el apoyo de Kaiser tampoco se prolongó más allá de las palabras.

Me puse de pie para subir hasta el altar improvisado que cree en el kiosko, la estructura había sido construida para nada más que un efecto decorativo, pero decidí hacer de ese un altar para mi familia.

Los Pecados que Pagan las Bestiasحيث تعيش القصص. اكتشف الآن